El 17 de diciembre de 1996, fuimos secuestrados por el MRTA en la residencia del Embajador del Japón en Lima. Fue aquella una noche interminable durante la cual tuve un áspero intercambio de palabras con Néstor Cerpa Cartolini, quien anunció al gobierno mi muerte para el día siguiente. Seguirían otras 125 noches. Es muy difícil expresar la helada indignación que la perdida arbitraria y abrupta de la libertad produce.
Es más difícil aun transmitir la abrumadora introspección que el brutal anuncio de mi próxima muerte generó en mi corazón. Sin embargo, la aceptación de mi destino tranquilizó mi espíritu en esos momentos, que creía finales. Allí nació la determinación de preservar a toda costa la propia dignidad ante la muerte y la firme voluntad de prepararme para el día en que pudiera escapar de mis captores.
La situación creada por la toma de la residencia japonesa puso al Perú en una situación dificilísima no solo interna, sino internacionalmente. El Estado peruano no podía actuar abruptamente, pues debía negociar con el gobierno japonés el curso de acción para el manejo de la crisis, buscando evitar el asesinato de los rehenes y ganar tiempo para preparar todos los posibles escenarios futuros.
La noticia puso al Perú en los ojos del mundo entero. Más de mil periodistas de todas las nacionalidades rodearon la residencia desde el primer día para cubrir esa tremenda crisis y creo que fue su presencia la que indujo a los terroristas a no quemar sus naves rápidamente, postergando mi ejecución. En realidad, el verdadero rehén ante el mundo era el Perú.
El gobierno inició conversaciones con los terroristas bajo la mediación de la Cruz Roja internacional, acompañados por los garantes designados por la Santa Sede y el Gobierno del Canadá, monseñor Juan Luis Cipriani y el embajador Anthony Vincent. Paralelamente, el gobierno llegó a un acuerdo con el Japón, en Toronto, en Canadá, por el cual se abstendría del uso de la fuerza para resolver la crisis, siempre y cuando la integridad física y psíquica de los rehenes fuese respetada.
Los terroristas recibieron el texto del Acuerdo de Toronto, pero los rehenes fueron constantemente sometidos a vejaciones, ejecuciones ficticias, “juicios” populares, etc., dependiendo de la persona y del humor terrorista. Finalmente, al no obtener sus desmesuradas demandas, los terroristas anunciaron que no permitirían asistencia médica en esa estación del Gulag en la que habían convertido a la residencia japonesa. Varios rehenes sufrían enfermedades crónicas que requerían atención y medicación constantes. Conocedores del Acuerdo de Toronto, los terroristas lo violaron abiertamente, dando luz verde al rescate militar de los rehenes.
El 22 de abril de 1997, El presidente Alberto Fujimori asumió la gran responsabilidad de dar la orden para iniciar la operación Chavín de Huántar. Alrededor de las tres de la tarde se produjo la detonación de la mina en el primer piso. La onda expansiva abrió de golpe la puerta metálica que daba a la terraza del segundo piso, por la que pude escapar de mi verdugo designado, quien, desde la oscuridad y el humo, me disparaba sin cesar, segando en lugar mío la vida del coronel Juan Valer Sandoval, quién se había adelantado hacia el oscuro umbral para cubrirme. Fue desgarrador verlo caído a pocos metros de donde me encontraba. En el interior de la residencia perdían la vida el Vocal Supremo Carlos Giusti y el Capitán Raúl Jiménez.
El combate fue encarnizado. Los arrojados comandos entraban a la residencia que estaba a oscuras, llena de humo y desde donde los terroristas les disparaban, buscando a los rehenes echados en el suelo para rescatarlos. La misión libertadora fue cumplida por estos extraordinarios y heroicos soldados en una operación militar sin parangón. La victoria de las armas peruanas restauró la ley y honró al Perú al triunfar sobre el caos terrorista, liberando a los rehenes e izando la bandera nacional allí donde antes colgaba el infamante banderín totalitario.