Enrique Krauze

Ante la amnesia que aqueja a muchos políticos españoles sobre las virtudes de su pasado, quisiera recordar lo que la transición significó para nosotros, los liberales . nos mostró entonces el camino de la concordia. La dimensión de esa deuda es solo comparable con la decepción y el desasosiego que sentimos hoy al verla sumida en la discordia.

Comencemos por la deuda. A mediados de los años 70, cuando corrían las más absurdas teorías sobre su “imposibilidad histórica” de acceder a la modernidad, España puso en marcha un cambio de paradigmas que parecía inimaginable. Quienes creyeron que el caudillismo iba a sobrevivir al “generalísimo” nimbado “por la gracia de Dios” se equivocaron. Quienes pensaron que los siglos de monarquismo absoluto la inhabilitaban para la consolidación de una monarquía parlamentaria se equivocaron. Quienes sostenían que la sombra de la inquisición y los siglos de intolerancia religiosa obstruirían el tránsito a una sociedad abierta y libre en todos los ámbitos de la vida (sexuales, artísticos, religiosos, intelectuales) se equivocaron. Quienes dudaron de que, adelantándose a sus pares en Alemania, Francia e Italia, el socialismo español podía dejar atrás sus viejas estructuras partidarias, así como sus ideologías y mentalidades autoritarias, para adoptar las formas e instituciones políticas del liberalismo clásico, se equivocaron. Quienes decretaron la incompatibilidad esencial entre el socialismo y el mercado se equivocaron. Quienes desdeñaron la capacidad de los adversarios históricos para contender por el poder en un marco de libertad, tolerancia y respeto a la legalidad se equivocaron.

España fue entonces una revelación y una inspiración para los iberoamericanos: ramas del tronco ibérico, supimos que también nosotros podríamos –si nos lo proponíamos– aspirar a ese estadio de madurez. Y poco a poco, el ejemplo cundió. Durante la década siguiente, con la excepción de Cuba, prácticamente todos los países latinoamericanos dejaron atrás los regímenes dictatoriales de derecha o izquierda (incluidos sus brazos militares y guerrilleros) y adoptaron el voto como la única vía legítima de acceso al poder. España señalaba el camino para construir sociedades en las que la búsqueda de la prosperidad y la justicia, y la solución de las naturales diferencias políticas e ideológicas se enmarcaran siempre en el respeto al Estado de derecho, en una atmósfera moral que cabe toda en una noble palabra de raigambre griega, latina y española: la palabra ‘concordia’.

En “Del imperio romano”, José Ortega y Gasset (filósofo español, para los amnésicos) retomó en 1941 el tema de la concordia en los escritos de Cicerón, inspirados a su vez en la tradición griega. “Cuando en un Estado –escribe Aristóteles– cada uno de los partidos quiere el poder para sí solo, hay discordia”. Si bien no debía “confundirse la concordia con la conformidad de opiniones”, la concordia suponía siempre “corazones sanos… corazones que están de acuerdo consigo mismos y lo están recíprocamente entre sí, porque se ocupan, por decirlo así, de las mismas cosas” (“Ética a Nicómaco”).

“Es evidente –escribe Ortega– que una sociedad existe gracias al consenso, a la coincidencia de sus miembros en ciertas opiniones últimas. Este consenso o unanimidad en el modo de pensar es lo que Cicerón llama ‘concordia’ y que, con plena noción de ello, define como ‘el mejor y más apretado vínculo de todo Estado’”. La imagen del corazón es perfecta. En la discordia, con el corazón dividido, “la sociedad deja en absoluto de serlo: se disocia”. El motivo, explica Ortega, no es la lucha de ideas sino la incompatibilidad de creencias “sobre quien debe mandar”. Cuando esa creencia fundamental se desvanece, sobreviene el reino irracional de las pasiones.

Hoy, quienes creemos en la libertad en Latinoamérica, vemos con tristeza cómo la discordia amenaza a España. ¿Cómo se ha llegado a este punto? La ignorancia histórica de las generaciones jóvenes, enamoradas de su autoproclamada superioridad moral, es un factor. Otro es la mímesis, la complicidad o al menos la indulgencia de un sector de la izquierda española, con los populismos latinoamericanos. Es muy triste que en España, vanguardia de nuestra democracia en los años 70, prospere ese engendro latinoamericano.

Pero la discordia española no se debe a una disputa de ideas y ni siquiera de creencias. Se debe, en gran medida, a los fanatismos de la identidad y la voluntad de poder encarnados en la alianza que hoy gobierna. Son ellos –sobre todo– los que no se han puesto de acuerdo ni consigo mismos, los que han revivido el fantasma del caudillismo, los que han apelado a ideologías y mentalidades polarizadoras y han puesto en jaque al Estado de derecho.

La historia tiene vueltas sorprendentes. Quizá no sea utópico pensar que ha llegado la hora en que nosotros, los latinoamericanos, mostremos a España el camino para recobrar ese valor cardinal que los ciudadanos en todo país practican silenciosamente en su vida cotidiana, ese valor que destruyen los gobiernos populistas: la concordia.

Enrique Krauze es historiador

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