(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Gerardo Távara Castillo

La regulación del financiamiento de partidos y campañas electorales constituye un elemento esencial en todo proceso de reforma política. El tema adquiere especial relevancia en un contexto como el peruano marcado por altos niveles de corrupción.

En el marco del Plan 32 de reformas institucionales que Transparencia presentó en el 2015, propusimos incrementar las facultades de la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE) para calcular los gastos de los partidos en las campañas electorales, la intervención de la Unidad de Inteligencia Financiera y la aplicación de sanciones drásticas que podrían llegar a la exclusión del registro de organizaciones políticas a los partidos que reciban dinero de procedencia ilegal. Lamentablemente, el Congreso de la República fue en la dirección contraria.

Hasta las elecciones generales del 2016, los partidos estaban obligados a reportar sus ingresos y gastos en varios momentos durante la campaña electoral; la ONPE publicaba dichos reportes y los electores podíamos considerar esa información para decidir nuestro voto. El año pasado, el Congreso aprobó una norma que obliga a bancarizar los aportes mayores a una unidad impositiva tributaria y prohíbe recibir fondos de personas condenadas o con prisión preventiva por delitos de especial gravedad, lo cual está muy bien; sin embargo, la misma ley exime a las organizaciones políticas de informar sus ingresos y gastos durante la campaña, sino hasta cuando el proceso electoral haya concluido. En pocas palabras, “primero te doy la credencial de nueva autoridad y después me rindes cuentas de tus gastos”; y si resulta que no se presentan los informes o se comprueba irregularidades, simplemente se aplica una multa que la ONPE nunca ha podido cobrar, es decir “no pasa nada”. Una decisión claramente irresponsable.

Las campañas electorales son cada vez más costosas. Entre el 2006 y el 2016, los gastos totales de campaña se triplicaron –de 22 millones a 65 millones de soles, aproximadamente–, pero la calidad de la representación política no mejoró. En ese mismo período, las fuentes de ingresos se hicieron más difusas y difíciles de controlar: lo recaudado en cócteles, rifas, cenas y demás actividades proselitistas pasó de 3% a 22% de lo reportado por los partidos políticos. Curiosamente, según dichos reportes, la colaboración de militantes y simpatizantes se incrementó al mismo ritmo que la desafección ciudadana frente a los partidos y en el mismo lapso en que Odebrecht y sus aliadas financiaban candidaturas.

Ahora que el presidente de la República ha propuesto consultar vía referéndum el financiamiento de la política y ha presentado al Congreso un proyecto de reforma constitucional, estos datos son especialmente ilustrativos, tanto de la centralidad de la consulta como de los temas por regular. El proyecto del Poder Ejecutivo tiene la virtud de restituir la obligación de las organizaciones políticas de informar sus ingresos y gastos durante la campaña electoral, así como elevar a rango constitucional la prohibición de aportes anónimos y de condenados por delitos de corrupción, narcotráfico, tala ilegal, minería ilegal, terrorismo, trata de personas o lavado de activos.

El debate sobre el financiamiento de la política se ha reabierto y continuará en las próximas semanas. En este contexto, es oportuno preguntarnos si se establece o no topes a los gastos de campaña para contener el incremento de los costos electorales. En el Perú, tenemos topes para el aporte personal a cada partido, pero podríamos avanzar hacia topes a lo que un partido podría gastar en campaña en proporción –digamos– al total de electores de la circunscripción o al total de votos obtenidos en elecciones. La pregunta que está a la base es: ¿Por qué tienen que ser tan caras las campañas electorales?

También es pertinente debatir las condiciones para el financiamiento público a las campañas electorales; condiciones tales como los mencionados topes máximos, la rendición de gastos en tiempo real, el levantamiento del secreto bancario de los candidatos, la presentación de candidaturas limpias de antecedentes judiciales, la aplicación de sanciones políticas y penales por la malversación de estos fondos, la presencia en no menos del 50% de circunscripciones electorales, entre otros requisitos que atiendan a la justificada desconfianza de la población y contribuyan a mejorar la calidad de la representación política. Hay quienes proponen limitar los gastos en contratación de publicidad de radio y televisión, lo que en elecciones presidenciales representa entre 70% y 80% pero en elecciones regionales no supera el 20% o 30%. Por eso, soy partidario de establecer topes al gasto total en campañas electorales por cualquier concepto.

Igualmente, podemos preguntarnos si la responsabilidad del financiamiento ilegal es atribuible solo al candidato –como señala actualmente la ley– o si alcanza también a los directivos de los partidos políticos que son los que dan cabida a los postulantes.

El debate está abierto y las exigencias tienen que ser altas. En cualquier caso, se requiere recuperar e incrementar la transparencia en los gastos de campaña electoral, detener la penetración de intereses ilícitos y evitar que el dinero sea el gran determinante de quién habrá de gobernarnos. En tanto se tomen las decisiones de reforma más adecuadas, los ciudadanos y ciudadanas tenemos el derecho y la responsabilidad de preguntarle a cada candidato o candidata que pida nuestro voto: ¿Quién te financia?