Las naciones de América que han llegado a la vida libre e independiente, debido al esfuerzo heroico de sus hijos, están obligadas a rendir a sus libertadores el homenaje de su eterna gratitud.
Entre los campeones de la Independencia destaca uno, Simón Bolívar. En medio de la postración de todas las facultades del alma, de esta paralización del pensamiento, un hombre atrévese a levantar la voz y habla de libertad, de progreso, de justicia, de derecho, de república: de todo aquello que ennoblece el espíritu y engrandece al hombre, abriéndole la anchurosa puerta de un progreso indefinido.
Ese hombre es Simón Bolívar. Nada le arredra; es de la verdadera estirpe de los héroes: le acompaña la perseverancia de los genios, el valor de los guerreros, la resignación de los mártires, el entusiasmo de los republicanos y la fe ardiente en su augusta elevadísima misión.
Sabía que le esperaban días sin paz ni sosiego, noches de vigilia, vida tempestuosa, agitadísima, sembrada de escolios y de naufragios; esfuerzos mil veces frustrados y planes otras tantas abortados. Sabía que tenía que luchar contra la naturaleza y la sociedad, contra el furor de los elementos que es terrible, y contra el furor de los tiranos que es aún peor.
En sus primeras tentativas, creía que la fatalidad guiaba todos sus pasos. Hubo un tiempo que, para significar una suerte adversa, decíase que tenía la estrella de Bolívar. Bolívar lo fue todo: en todas sus obras grabó el sello laminoso que solo puede imprimir el genio. Miradle allanando los Andes con sublime audacia. Contempladle inspirado y dirigiendo las asambleas políticas en las que se deliberaba el porvenir de América y anhelando con vehemencia cimentar las repúblicas, objeto de sus desvelos y vicisitudes, sobre las sólidas bases de sabias y liberales instituciones.
Bolívar como legislador es tan grande como guerrero. Quiso más; quiso que su obra estuviera iluminada no con el brillo fugaz de los combates, sino con la luz eterna, imperecedera de las ideas.
Bolívar en la cumbre de la gloria, en esa prodigiosa altura en la que tantos genios han sentido el vértigo que hace caer o la vacilación que hace desacertar; él supo sostenerse sin trepidar, sin desvanecerse, como si hubiera nacido para vivir en esas elevadas regiones.
Esta es la faz más bella de la vida de Bolívar. Él no ha tenido ejemplo en la historia, no tendrá tal vez imitadores. Bolívar no tuvo otra tiranía que la que impone el cumplimiento de todo deber, es decir, aquella que principia sacrificando su propia felicidad y bienestar, en aras del bien de la patria.
No juzguemos a Bolívar en estos supremos instantes de su vida, con el criterio de su época, porque nos haremos el eco de los apasionados y erróneos juicios de sus contemporáneos.
Levantémonos a la región serena del pensamiento y juzguémosle, por sus acciones, por sus hechos, por sus palabras; por todo ese maravilloso conjunto que forma la vida del libertador.
–Glosado y editado–
Texto originalmente publicado el 1 de agosto de 1878.