(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Alexander Huerta-Mercado

Tres personajes vestidos como lo que se ha denominado “chola” han sido hombres. Primero el entrañable actor e imitador Guillermo Rossini como doña Eduviges, desde los tiempos de “Loquibambia” hasta en sketches de “Risas y salsa”. Luego el polifacético Ernesto Pimentel, quien ha llevado a su Chola Chabuca desde el sketch televisivo hasta ser el personaje central de revistas de espectáculos. Por último, Jorge Benavides, cuyo personaje la Paisana Jacinta ha crecido de forma similar al de la Chola Chabuca (ha tenido un programa propio en televisión y ha sido el personaje central de un circo). 

Es interesante ver cómo en los tres casos mencionados la mujer de origen andino viviendo en la ciudad ha sido representada por un actor travestido. La respuesta no está en el personaje ni en su representación, sino en ubicar desde dónde se realiza y qué fines busca. Toda representación intenta transmitir significados entendibles a un grupo que de alguna manera comparte las convenciones para entender lo que está siendo representado. 

La representación de la mujer de la sierra en el arte ha sido antes realizada por pintores de una corriente conocida como indigenismo que la retrataron desde una perspectiva urbana, como alguien lejano (una persona sentada en el mercado o en las chicherías de manera misteriosa). Algo similar ocurrió con la fotografía clásica en blanco y negro. Los grupos intelectuales parecían fascinados por este concepto hierático que todavía vemos en varias representaciones. 

El problema de las idealizaciones indigenistas de inicios del siglo XX fue la construcción romántica de un personaje que resultaba congelado en el tiempo y que no correspondía con la realidad. Esta imagen no hizo sino contribuir a la construcción de distancias que los discursos racistas habían redondeado para mantener las jerarquías justo después de la independencia.  

Entonces era común tildar de huachafo cualquier intento de ascenso social de una persona del Ande radicada en la ciudad. Asimismo, se hacía una calificación del tipo “puro vs. impuro” a quien no formaba parte de la élite criolla y se le asociaba con la vagancia, la suciedad y la marginalidad. 

Este misterio, lejanía y radical silencio de las representaciones de la mujer andina, que se traduce en un temor por parte del grupo que tiene acceso a los medios de comunicación, nos permite entender el porqué del travestismo. La sorpresa que rompe lo predecible genera una relajación del inconsciente y produce una reacción respiratoria llamada risa. Tal es el caso del hombre vestido de mujer (algo propio en todos los carnavales del mundo) y el personaje andino femenino que no es silencioso y misterioso sino jocoso, dicharachero, bromista o un alegre transgresor de normas. 

Freud sostenía que el humor funcionaba como una válvula de escape a contenidos reprimidos. Es fácil notar que en una sociedad como la nuestra, con un discurso católico conservador y castigador imbuido en un supuesto ambiente democrático, si los comentarios sobre el sexo, el racismo y la agresión son parte del chiste, son parte de la carcajada colectiva.  

Jacinta tampoco está sola, pues ha sido masivamente recibida por la audiencia. Sin embargo, nos ha permitido abrir el debate acerca de quién es el que representa a quién y cómo va apareciendo una mayor necesidad para la autorrepresentación. También nos ha hecho reflexionar sobre lo que nos provoca risa, que a la larga es lo que nos da miedo o nos aterra admitir como sociedad.