Renato Cisneros

El padre no se ha portado bien con el hijo. No ha estado presente en sus primeros diez años de vida. Por eso cuando –a raíz del suicidio de la madre– se presenta en casa de la abuela del niño para llevárselo, el pequeño lo mira con recelo y se niega a marcharse con «ese señor». Al final, al pobre no le queda otra que aceptar, y lo hace solo porque la abuela le ha contado el dato clave: «así lo estipuló tu madre». El niño tenía a su madre en un altar, la sigue teniendo incluso ahora que ya no está (o sobre todo ahora), y solo por eso, porque ella lo dispuso por escrito, él accede a irse a su nueva casa, con ese hombre que se llama Carlos, al que ni siquiera intenta llamar papá.

El hijo no es un niño cualquiera. Es un niño genio. Tiene 152 de coeficiente intelectual y trastorno del espectro autista. Encima es un prodigio del piano. Su madre le enseñó a tocarlo. Ella había estudiado en la academia de música Grimald de París, que es la institución adonde el niño quiere ir ahora. Está obsesionado con ir. Quiere imitar a su madre, quiere tocar como ella, incluso superarla y convertirse en “el mejor pianista del mundo”. Sin decirle a nadie –ni a su abuela, ni a su psicóloga, mucho menos a su recién descubierto papá–, aplica a la academia Grimald por Internet para que le den la oportunidad de dar un examen presencial en París, y, qué creen qué pasa, exacto, lo escogen. Ahora solo debe ingeniárselas para viajar solo sin que nadie se dé cuenta.

Pero no voy a contar toda la película, sino tan solo una circunstancia. En los primeros días de forzada convivencia, el padre, en un intento de darse a conocer le muestra al niño su canción favorita. Están en el auto por una autopista: el padre conduce, el hijo va en el asiento trasero. El padre coloca un CD en el reproductor y de pronto suena en los parlantes del auto (y de todo el cine) Modern Love de David Bowie. El padre canta, se emociona, sube el volumen. El niño odia la canción. Se tapa los oídos, le pide al padre que baje el volumen de inmediato, le explica a los gritos que tiene alta sensibilidad al ruido. Pero el padre no le oye, continúa sumido en el tema de Bowie, cantando como si estuviera solo. Con las manos taponando las orejas, el niño empieza a contar números primos: es lo que siempre hace cuando sufre ataques de ansiedad. Cuando el padre se da cuenta de que su hijo está a punto de colapsar, frena en seco, se detiene como puede en la carretera, lo auxilia, le pide perdón.

Pasarán muchas lunas antes de que el niño valore los esfuerzos –torpes, pero genuinos– que hace ese hombre por ganarse su cariño, por ayudarlo a superar el trauma de la muerte de su madre, por darle todo el cobijo del que lo privó durante los largos años de su ausencia. Ese entendimiento llegará de la mano de otro: se da cuenta de que no necesita ser el mejor pianista del mundo, sino tan solo un extraordinario pianista de diez años. El día del show escolar de fin de curso, el hijo se sienta al piano frente a un centenar de personas. En el auditorio están la abuela y el papá. La maestra anuncia que el niño interpretará una de las muchas pieza clásicas que sabe tocar, esas que practicaba de madrugada cuando soñaba con irse a París. Pero el niño tiene preparada una sorpresa. No toca a Bach, ni a Mozart, ni a Chopin. Posa la yema de los dedos en las teclas blancas y negras y empieza a tocar Modern Love de David Bowie. Desde su silla, el padre empieza a lagrimear; y yo, desde la butaca diez de la tercera fila del Cinesa de la calle Fuencarral, al lado de mi hija de siete años, también. «¿Por qué lloras, papi»?, me interroga, sorprendida o asustada. «Porque el niño está tocando la canción favorita de su papá», le digo con la voz entrecortada.

Por la noche, al llegar a casa, justo antes de la cena, mi hija enciende su órgano Yamaha, toma asiento en su sillita naranja, y me pide que le enseñe cómo tocar la canción de Wolfgang. Había olvidado lo más importante: así se llama el niño de la peli. Wolfgang.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Renato Cisneros es escritor y periodista

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