Héctor López Martínez

El 6 de julio de 1821, ante su precaria situación, con las fuerzas patriotas del general José de San Martín en las puertas de Lima y el Callao bloqueado, el virrey José de La Serna y su ejército abandonaron Lima con destino a la sierra central. Llevaban consigo variado e importante bagaje, incluso material de la Casa de Moneda y una imprenta portátil. Huancayo fue su primer objetivo y allí permanecieron hasta casi finales del mencionado año cuando La Serna recibió a una delegación de la Real Audiencia del que lo invitaba a establecerse en la Ciudad Imperial. El virrey y sus fuerzas militares ingresaron a ella el 29 de diciembre de 1821, siendo recibidos con arcos de triunfo, gozoso repique de campanas, luminarias y alborozo general.

Las razones que movieron a La Serna para hacer del Cusco su centro de operaciones son muy explicables. Allí podía contar con mejores y abundantes elementos para su fuerza militar y, como decían los oidores, por ser esa ciudad lugar adecuado “para organizar, reanimar, gobernar política y acertadamente el vasto territorio que hasta el día permanece por la nación”. El virrey no perdía la esperanza de organizar una contraofensiva que le devolviera el dominio total del del Perú. Los hechos que se iban sucediendo conforme pasaba el tiempo parecían darle la razón: el retiro del libertador San Martín en setiembre de 1822, el motín de Balconcillo, la sañuda pugna entre Riva Agüero y Torre Tagle, el posterior enfrentamiento de Bolívar con Riva Agüero, la defección de Torre Tagle y el caos generalizado daban asidero para pensar que la causa independentista estaba condenada al fracaso.

La Serna trabajó incesantemente para mantener a su ejército, sobre todo a la caballería, en las mejores condiciones materiales y con la moral muy alta. Nombró nuevos funcionarios destituyendo a los que no le brindaban confianza. En esta tarea se apoyó en dos elementos principales: el clero y la imprenta. Sacerdotes adictos a la causa realista acudieron al Cusco y La Serna redactó unas “Instrucciones” para que su labor entre los pueblos campesinos fuera más eficiente. Por otra parte, la imprenta llevada desde Lima no descansó un instante. Allí se publicaron los periódicos la “Gaceta del Gobierno Legítimo del Perú” y “El Depositario”, dirigido este último por Gaspar Rico y Angulo. Apareció también “La Depositaria”, efímero sustituto del periódico anterior.

El virrey se valió de la imprenta para llevar adelante sus fines políticos que, según Horacio Villanueva Urteaga, fueron: 1) Conducir a la opinión pública en favor de la fidelidad a la monarquía; 2) Difundir las disposiciones y normas legales del gobierno virreinal; 3) Hacer intensa propaganda de la capacidad de las fuerzas militares bajo su mando; 4) Desprestigiar a los patriotas. En este último punto, descolló la punzante pluma de Rico y Angulo logrando entusiasmar a los realistas convencidos y atraer a los patriotas vacilantes. Los tres años de gobierno de La Serna en el Cusco fueron de trabajo infatigable poniendo muy clara su posición liberal que terminaría por enfrentarlo con el absolutismo preconizado por el general Pedro Antonio de Olañeta, que estaba al frente de un contingente realista en el Alto Perú.

El llamado Trienio Liberal (1820-1823), iniciado por el general Riego que proclamó la Constitución de Cádiz en 1812, terminó cuando Fernando VII aceptó la intervención del ejército francés, los Cien Mil Hijos de San Luis, para restaurar el absolutismo en España. Olañeta, ideológicamente adscrito a ese tipo de gobierno, se rebeló contra La Serna el 22 de enero de 1824. Fue un contraste durísimo para el virrey, quien tuvo que dividir su ejército de 16.000 hombres en dos fuerzas: una que debía contener al faccioso y la otra para luchar contra los patriotas. De esta manera, La Serna perdió su abrumadora superioridad numérica y la moral de sus hombres se resquebrajó. Esta circunstancia fue un elemento más que contribuyó a los triunfos independentistas de Junín y Ayacucho, donde se puso punto final a tres siglos de Virreinato en el Perú.

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