No se puede criticar a la mayoría del Congreso por querer poner orden en el tema de la educación universitaria. Tampoco se puede, sin embargo, dejar pasar los errores a los que nos llevará una ley mal concebida.
La ley recientemente aprobada es ilusa. Quiere mejorar la calidad académica de las universidades. Exige para ello que los docentes tengan, por lo menos, una maestría.
La ley colisiona en este caso con la Constitución. Esta dice que cada universidad es autónoma en su régimen académico. El régimen académico debe provenir, claramente, de las autoridades universitarias. No debe provenir de la legislación.
Hay una creencia en el poder de la legislación. La ley, sin embargo, no va a determinar la calidad educativa.
¡Pero solo enseñarán profesores con maestría!, se dirá. Como si el problema de la enseñanza universitaria fuera el papel que cuelga en la pared.
El grado de doctor que ostenta ¿califica como profesor al rector de la Universidad Inca Garcilaso de la Vega? ¿En qué está calificado con su grado? ¿En enseñar cómo sacar millones de soles en el sueldo?
El doctorado en educación que ostenta el ingeniero César Acuña Peralta ¿mejora la calidad de su español? O ante cada error de concordancia que comete, ¿debe sacar a relucir su papel de estudios doctorales y posdoctorales?
La calidad de la enseñanza no tiene que ver con los grados. La investigación y los aportes al conocimiento sí pueden reflejar el nivel académico de una comunidad universitaria, pero no califican, tampoco, a todos los docentes.
La mejor garantía de calidad es el buen nombre de las instituciones. Si las universidades se sostuvieran en el mercado solo por su buen nombre, tendríamos información genuina sobre lo que ofrecen.
La gran distorsión en este esquema es la facultad que tienen las universidades de dar títulos a “nombre de la nación”. Como si el Estado pudiera representar a “la nación”. Y como si eso se pudiera transferir a las entidades educativas.
Si las universidades dependieran solo de su “marca”, se haría muy evidente la diferencia de la calidad educativa en la oferta universitaria. Las empresas que contratan a los egresados tendrían que afinar su capacidad de cazar talentos.
Otra distorsión en este mismo sentido es la de la administración pública como empleador. La selección y contratación difícilmente se hace por distinción de las capacidades o la eficiencia y preparación. El procedimiento depende, en ese caso, de los papeles, los grados, cursos y diplomados.
Tal situación solo se resolverá cuando el sector público equipare sus niveles remunerativos y de eficiencia con el sector privado. Eso solo se conseguirá si se avanza en mejorar la eficiencia de la gestión pública.
Mientras la administración estatal sea una fuente muy grande de empleo, no dejaremos de depender del papeleo. Y mientras el papeleo sirva para conseguir un puesto, continuará siendo mayor la demanda por el título que la demanda por la formación.
No estamos en vías de una solución.