Trece meses después de detectado el primer caso de COVID-19 en China, y nueve meses después de que la Organización Mundial de la Salud declarara que el virus escaló de epidemia a la categoría de pandemia –varias zonas del mundo afectadas por una enfermedad al mismo tiempo–, han empezado a aplicarse diversas vacunas para evitar su contagio.
Fuimos el primer país de Latinoamérica en reconocer la pandemia y adoptar medidas severas para su contención, pero sus resultados fueron bastante malos. Nos ubicaron como el país con mayor cantidad de muertos por millón de habitantes y como uno de los más golpeados del mundo en términos económicos. Prueba de ello es que más de tres millones de peruanos regresarán a la pobreza como consecuencia directa de esta crisis.
Lo grave de esta situación es que, habiéndose iniciado las campañas de vacunación contra el COVID-19 en el mundo –incluidos varios países de la región– descubrimos que el Perú no tiene ningún convenio firmado para adquirir vacunas en cantidades relevantes, lo que una vez más nos coloca a la zaga del planeta en un tema de absoluta trascendencia sanitaria. Entre las razones expuestas para tamaña inacción se ha señalado la crisis política que implicó la vacancia del presidente Vizcarra, y también ciertas condiciones inaceptables que pretendían ser impuestas por algunos laboratorios desarrolladores de vacunas.
Hoy solo sabemos que en algún momento de este año, probablemente en el segundo semestre, recién tendremos vacunas disponibles para empezar a inmunizarnos frente a este virus que a la fecha ha causado 83,5 millones de infectados en el mundo y 1,8 millones de muertos, de los cuales al menos 40.000 son ciudadanos peruanos. Esta demora en la protección de la población es particularmente grave, pues ocurre en un momento en que la tendencia en materia de contagios y muertes en el Perú parece estar en alza después de algunas semanas de declinación.
En su momento, los responsables tendrán que rendir cuentas ante la historia y la ley.
Pero, ya que hablamos de vacunas, sería bueno tener en cuenta aquellas que deberíamos aplicar para lograr un país mejor este año que se inicia:
1. Es necesario que nos vacunemos contra el autoritarismo que nos ha caracterizado por décadas y que mantiene a nuestra frágil democracia en zozobra permanente.
2. La corrupción sistémica que padecemos exige una vacuna en doble dosis que genere anticuerpos permanentes y fortalezca el sentido de integridad que tanta falta nos hace. El costo social y político de la corrupción nos está pasando una factura que se está volviendo impagable. Allí están los congresistas, presidentes y otros altos funcionarios del Estado para recordárnoslo.
3. Cuando el virus de la corrupción muta y se fortalece con el populismo, el riesgo es mayor. Esta vacuna debe aplicarse prioritariamente a los escasos partidos políticos que tenemos y a todos aquellos aventureros que aparecen espontáneamente en cada elección ofreciendo, como diría el ‘Carreta’ Jorge Pérez, que harán “casas de ochenta pisos, ómnibus nuevos, más de cien mil… y las corvinas, sobre las olas, nadarán fritas, con su limón”.
4. En un país tan polarizado como el nuestro, es necesario vacunarnos de tolerancia. A ver si logramos desaparecer el etiquetado fácil para descalificar a quienes piensan distinto, tildándolos de derechistas brutos y achorados, caviares comunistas y terroristas, etc., y logramos espacios para un diálogo que permita construir un proyecto nacional inclusivo. La vacuna del respeto al otro ha demostrado ser eficaz para erradicar el racismo, mal nacional bastante extendido.
5. Una buena dosis de vacunas contra la indolencia e indiferencia frente a injusticias que matan, impiden la educación y niegan el acceso a servicios básicos, sobre todo a los más vulnerables, a quienes muchas veces nos cuesta reconocer como iguales en derechos y dignidad.
6. Una vacuna de última generación, con refuerzo incluido, que ataque la informalidad que nos aqueja en todas sus dimensiones, desde el cumplimiento de la ley hasta los emprendimientos económicos. Necesitamos poner fin al caos y el desorden que impiden un desarrollo sostenible y un entorno armónico. Hay que desterrar la criollada para construir ciudadanía.
7. Y ya que estamos en campaña, necesitamos una vacuna que nos inocule importantes dosis de optimismo para hacernos entender que el cambio para mejor es posible, que no estamos determinados al fracaso por ser peruanos, y que, si nos lo proponemos de verdad, podemos aspirar a ser una nación con un buen futuro para las generaciones que vienen, como lo han demostrado los jóvenes del bicentenario.
8. No está de más una vacuna, administrable por vía oral, para los seleccionados de fútbol, a ver si nos vuelven a regalar la ilusión de ir a un Mundial, alegría que buena falta nos hace después de tanto dolor por el que hemos pasado.
Como dije en mi artículo anterior, somos un país bendecido por nuestra capacidad de resiliencia. Aprovechemos esa ventaja para hacer de este año, que no se anuncia fácil, el trampolín de la oportunidad que nace de la crisis.
¡Feliz Año Nuevo!
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