" Hemos visto que cada vez que el presidente ha percibido que alguna decisión o declaración de su gobierno podía restarle algo de popularidad ha optado por recular".
" Hemos visto que cada vez que el presidente ha percibido que alguna decisión o declaración de su gobierno podía restarle algo de popularidad ha optado por recular".
Editorial El Comercio

El último martes, el presidente le concedió una entrevista a RPP en la que lanzó algunas afirmaciones que vale la pena inspeccionar.

Por lejos, la frase que más revuelo levantó fue aquella con la que el mandatario, contrario a lo que estipula el artículo 110 de la Constitución, deslindó de su condición de jefe del Estado. “Soy el jefe del Gobierno; no soy jefe del Estado”, esgrimió, intentando esquivar la pregunta que le había hecho el periodista Jaime Chincha sobre qué pensaba de la abrupta remoción del procurador ad hoc para el Caso Lava Jato, , conocida días atrás.

Más allá del desliz, sin embargo, nos preguntamos aquí si cabe la posibilidad de que, en realidad, el presidente nos estuviese revelando a los peruanos lo que genuinamente piensa sobre el cargo que ocupa; esto es, que se ve a sí mismo como la cabeza de un gobierno con fecha de recambio y no como el líder del andamiaje estatal llamado a realizar cambios que trasciendan a su mandato. Y en honor a la verdad, una rápida revisión de sus acciones en el puesto parece subrayar esta presunción.

Miremos, si no, la situación que motivó el lapsus. Como decíamos, la circunstancia de que lo interrogasen sobre el súbito despido del procurador Ramírez no tendría por qué haber suscitado una respuesta tan insólita de parte del presidente… a no ser, claro está, que este hubiese patinado por tratar de zafarse lo más rápidamente posible de un tema que le causa escozor. El procurador Ramírez, como sabemos, no era un funcionario cualquiera. Trabajó en la preparación del acuerdo de colaboración con Odebrecht informando al entonces titular de Justicia, , sobre las condiciones de la reparación civil que iba acordando con la empresa. Y su jefe, el procurador general del Estado (que firmó su salida), es un funcionario designado por el presidente a propuesta del Ministerio de Justicia. Por lo que su intempestiva remoción merece de parte de Vizcarra una respuesta más convincente que la simple invocación a que esta fue “una decisión autónoma”.

En la entrevista, además, el mandatario refutó lo que había afirmado su primer ministro, quien negó que los recambios en los ministerios de Justicia y Energía y Minas estuviesen conectados al escándalo desatado tras conocerse que los entonces titulares de dichas carteras habían acordado una reunión con representantes de Odebrecht. “Ellos sí renunciaron, obviamente, por un problema que los relacionaba”, confesó Vizcarra.

Lo llamativo no es tanto que el presidente le haya enmendado la plana a su primer ministro (la semana pasada hizo lo propio con el anuncio del titular del Interior, Carlos Morán, de retirarles la seguridad a los legisladores), sino que, si el haber participado o haber sabido del satanizado cónclave le parecía causal suficiente para despedir a un ministro, no haya aplicado la misma rigurosidad con el ministro Zeballos –que también sabía de la cita–. Porque, si no, la sensación que transmite es la de alguien que prefirió despojarse de dos funcionarios incómodos antes que estos terminasen por poner en riesgo su imagen.

Una actitud que, valgan verdades, no es inédita en esta administración. En estos dos años, en efecto, hemos visto que cada vez que el presidente ha percibido que alguna decisión o declaración de su gobierno podía restarle algo de popularidad ha optado por recular. El ejemplo más claro de esto, sin duda, fue la aprobación y posterior congelación –en un lapso de pocos meses– de la construcción del proyecto Tía María. Pero no el único. “Correcciones” al alza de tarifas de agua, retrocesos en el ISC, idas y vueltas sobre posibles cambios en el Impuesto a la Renta, y un vasto etcétera han evidenciado que estamos ante un mandatario más preocupado por el corto plazo y la aprobación ciudadana, que ante un estadista que respalda las decisiones de sus funcionarios y que no duda en tomar decisiones, aun impopulares, si cree que estas serán beneficiosas a futuro.

Quizá, al decir que no es el jefe del Estado, el presidente no está tan lejos de la realidad… al menos no de aquella que él percibe desde el cargo que le ha tocado ocupar.