Editorial El Comercio

Ayer se llevó a cabo una serie de manifestaciones en distintos puntos del país, incluida aquella en la capital que en los días anteriores había sido publicitada con el nombre de la ‘Toma de ’. En la previa, habíamos incidido en este Diario sobre la necesidad de que la movilización discurra por los cauces que la ley y una noción mínima de civismo demandan; esto es, que no implique un peligro para quienes deciden libremente no tomar parte de ella, ni para los efectivos policiales encargados de supervisarla, ni tampoco para la propiedad privada o pública. Del mismo modo, dijimos, era necesario que la policía se conduzca con la proporcionalidad que la situación ameritaba y sin caer en excesos. Todo ello, para evitar que se repitan jornadas luctuosas como la vivida en Juliaca el pasado 9 de enero.

Sin embargo, mientras que la respuesta policial fue bastante mejor a lo que veníamos viendo en las últimas semanas, la de numerosos manifestantes –a quienes les calza mejor el calificativo de vándalos– fue, nuevamente, condenable.

Hay que reconocer que en muchos lugares del territorio se registraron pacíficas, lo que es digno de destacar. No obstante, en otros, se repitieron escenas que ya hemos visto en reiteradas ocasiones y que exceden a la disconformidad o el hartazgo legítimos que un grupo de ciudadanos puede tener hacia sus autoridades. Hablamos, por supuesto, de los intentos por tomar aeropuertos en varias regiones del país.

En Cusco, por ejemplo, alrededor de 1.000 personas intentaron ingresar al aeropuerto Velasco Astete durante la tarde provistos de palos y piedras. No es la primera vez que esto ocurre. El pasado 12 de enero, un grupo de manifestantes trató también de tomar el aeródromo, lo que motivó una serie de enfrentamientos en sus alrededores, y, luego de fracasar en su cometido, se concentraron en el terminal terrestre de la , en una jornada que dejó un fallecido y 43 heridos (seis policías entre ellos).

Algo parecido ocurrió en Arequipa, cuyo aeropuerto también había sido objetivo de un grupo de vándalos en los días previos y que ayer fue atacado en dos momentos distintos por una turba; en el segundo intento, los violentos lograron ingresar al local para destruir una caseta y las antenas de navegación necesarias para que el aeródromo pueda funcionar con normalidad. No fueron los únicos casos, pues el aeropuerto de Juliaca también fue objetivo de un grupo de atacantes, tal y como había sido en anteriores ocasiones.

En la capital, por otro lado, las protestas venían desarrollándose con tranquilidad hasta que alrededor de las 5 de la tarde un grupo empezó a destruir infraestructura pública y privada y a cargar contra la policía en el centro a punta de pedradas y adoquinazos, mientras intentaban llegar a la sede del Congreso. En otros puntos de la ciudad, además, se suscitaron ataques contra hombres y mujeres de prensa que se encontraban cubriendo las manifestaciones; entre ellos, un equipo periodístico de América TV cuyo vehículo fue objetivo de adoquines arrojados por un grupo de energúmenos.

Ninguna de estas formas de protestar, por supuesto, puede ser tolerada en una democracia. Quienes usan la protesta como envoltorio para cometer delitos deben ser identificados, procesados y sancionados, tal y como indica la ley. Dejar que actúen en la impunidad solo envalentona a quienes piensan como ellos y abona a este círculo vicioso en el que se piensa que hacerse escuchar a base de pedradas o asaltos a instalaciones es no solo legítimo, sino hasta inevitable.

Ya lo hemos dicho antes e insistiremos en ello cuantas veces haga falta: vandalizar no es protestar, no importa cuántas veces los violentos quieran convencer al resto de ciudadanos de lo contrario. Y, por otro lado, no hace falta mucha agudeza para saber que detrás de estos actos vandálicos están quienes buscan a como dé lugar motivar una respuesta letal de las fuerzas del orden para poder capitalizar políticamente la tragedia.

El Estado no puede quedarse impasible frente a estos actos. Como hemos dicho antes, cuenta con las herramientas que la ley le provee para hacerles frente y quizá viene siendo hora ya de aplicarlas.


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