Pleno y pormenores. El pleno Congreso aprobó la cuestión de confianza planteada por el Gabinete Ministerial. (Foto: Alonso Chero/ El Comercio)
Pleno y pormenores. El pleno Congreso aprobó la cuestión de confianza planteada por el Gabinete Ministerial. (Foto: Alonso Chero/ El Comercio)
Jaime de Althaus

Cuando llegó el 2016 al con la notoria mayoría de 73 escaños, dijimos que debía aprovechar esa mayoría para redimir su herencia autoritaria proponiendo la gran reforma política e institucional del país, apuntando a una democracia funcional que conciliara Estado de derecho e imperio de la ley con eficiencia ejecutiva.

Era, por lo demás, la única manera de salvar el peor destino que le había tocado: tener la mayoría absoluta del Congreso pero no el Ejecutivo, con lo que inevitablemente concentraría el rechazo natural de la población al Parlamento. Pero optó por desarrollar una conducta hostil y poco propositiva que la llevó a donde está ahora, regalándole al presidente Vizcarra la bandera que debió ser propia.

El problema es que la acumulación de derrotas no hace sino agravar el resentimiento. En este último tramo el Congreso sí estaba avanzado. El martes pasado, 5 días antes de que el presidente planteara la cuestión de confianza, la Comisión de Constitución no solo había aprobado un cronograma sino que ya había debatido el predictamen de la reforma del CNM, y de esa discusión salió la propuesta que se aprobó el lunes. Esa rapidez no fue consecuencia del acicate presidencial. El Congreso fue arrinconado cuando ya no era necesario, lo que hizo pensar que quizá lo que algunos buscaban era el cierre del Congreso para buscar luego a una nueva mayoría, propia. Lo que hizo el presidente fue aprovechar la trampa que tendió la Comisión de Justicia –que era secundaria en este tema– y en la que tontamente cayeron los integrantes de FP al abstenerse en esa votación que era intrascendente.

Ha sido el triunfo de la política, jugada con astucia y sin contemplaciones, con heridos en el camino, pero felizmente en aras de reformas sustanciales –salvo la nociva y demagógica de la no reelección de congresistas– que pueden cambiar el destino del país si se diseñan y aplican bien y se complementan con una batería masiva de otras normas que instalen la meritocracia a todo nivel e implanten los derechos de propiedad y el imperio de la ley.

Pero, ¿cómo lavar las heridas que la batalla dejó para que esto no se enrarezca nuevamente? La única receta para eso, además de una sincera autocrítica, es concentrarse precisamente en la tarea legislativa de la reconstrucción institucional. Allí la tarea es abrumadora. Más allá de las restantes tres reformas constitucionales –en las que habría que incorporar la elección del Congreso luego de la segunda vuelta y eliminar el voto preferencial–, están todas las leyes orgánicas y de desarrollo constitucional necesarias para operativizar las reformas, y otras que cubran todo el espectro institucional para que el cambio sea completo. Es un trabajo ciclópeo que requiere convocar al propio Ejecutivo, a la Academia y a los gremios. Es el gran objetivo nacional. Y hay que converger hacia eso.

Pese a todo, FP es importante. Su descrédito deja abierto el camino a una izquierda que ya ha anunciado que quiere cambiar el capítulo económico de la Constitución para regresar al estancamiento y la pobreza. Sería una desgracia.