Hace unos días, debido a un malentendido con la línea aérea del avión que me traería de Estados Unidos a Madrid, acabé volando en «business». Agradecí el golpe de suerte en silencio y me dirigí a la puerta de embarque cruzando los dedos para que nadie se percatara de la confusión.

Desde el primer minuto, sin embargo, me sentí un infiltrado, un polizón, un topo. Como saben, esa área de la nave está diseñada para alojar a ejecutivos, celebridades, gente que se dedica a hacer negocios, cerrar contratos millonarios, finiquitar acuerdos binacionales, conducir gobiernos, poner en marcha el mundo. Miraba a mi alrededor y solo veía a tipos ceñudos y mujeres ariscas con aspecto de gerentes generales, funcionarios diplomáticos, líderes tecnológicos, o fundadores de alguna corporación.

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Juan Carlos Fangacio

Todos vestían como si, al bajar, tuviesen que asistir de inmediato a una reunión de directorio, a inaugurar un seminario o dar una conferencia de prensa. Yo viajaba con jeans, una mochila raída, luciendo mi viejo polo del demonio de Tasmania. No bien me ubiqué en mi sitio, me descalcé las zapatillas y extendí mi (no-tan-larga) humanidad en el asiento reclinable. De inmediato pasé a inspeccionar las novedades: los botones, las pantallas, las luces, los enchufes, los dispositivos, la carta con opciones de menú, la lista de licores exclusivos, los audífonos acolchados, la frazada polar, es decir, todas las gollerías que no conocen los humildes peregrinos que viajan apretados allá atrás, en la clase turista (la clase a la que en verdad pertenezco).

Mientras revisaba las bondades de mi asiento percibí las miradas censoras de mis vecinos, tan acostumbrados a estos lujos. Me veían, no como a un hombre de casi cincuenta años, sino como a un adolescente disfrazado de adulto, como si fuera el personaje de Tom Hanks en «Quisiera ser Grande», justo en la escena en que da infantiles vueltas sobre su silla giratoria después de haber sido nombrado vicepresidente de una compañía de juguetes.

Antes de esta experiencia solo había viajado en «business» una sola vez. Fue el domingo 6 de noviembre del 2005, diez años atrás. Lo recuerdo con exactitud porque esa noche cayó preso en Chile y, en mi calidad de redactor de turno de la página política de El Comercio, me comisionaron de urgencia a cubrir esa noticia histórica junto con el fotógrafo Lino Chipana. Cuando pasamos a recoger las tarjetas de embarque, la secretaria encargada de emitir los boletos nos miró con envidia: los únicos asientos disponibles en el siguiente vuelo eran en Primera.

Aquel había sido un domingo largo y pesado. Una vez en el avión, apoltronados en esos mullidos y extraordinarios asientos-cama, convencidos de que pasarían décadas antes de que volviésemos a viajar con tanta categoría, Lino y yo decidimos mantenernos despiertos y aprovechar hasta la última exquisitez que se nos ofrecía en bandeja. La excitante idea de pasar las casi cuatro horas de viaje hasta Santiago a cuerpo de reyes, recibiendo atenciones solo destinadas a millonarios, anuló todo síntoma previo de cansancio. Recuerdo que cada uno comió dos platos con nombres en francés (no esa pasta apelmazada, no ese arroz rancio, no esos enclenques muslos de pollo de la clase Económica), y –en un memorable ‘tete a tete’– nos administramos ríos de Etiqueta Negra, champaña y vino tinto, y brindábamos preguntándonos con rabia por qué el sonso de Fujimori había elegido como paradero un destino tan cercano como Chile y no Corea o Luxemburgo, para hacer más duradero nuestro viaje de ricachones. De repente, en medio de ese festín, mi cuerpo, como una lámpara cuyo único foco colapsa, se apagó. Quedé sumido en un sueño oceánico, denso, acuoso, surrealista: el típico sueño bonito de borracho feo, ese sueño que se goza pero jamás se recuerda. A mi lado, Lino permaneció despierto como un zorro, velándome.

El otro día, tantos años más tarde, después de pasar media hora en mi comodísimo asiento, traté de parecer menos advenedizo, así que bebí con moderación, dormí sin roncar, y reí con prudencia en los momentos más desopilantes de «Sideways», la película que terminó de hacer famoso a Paul Giamatti (que, por cierto, me gustó más que cuando la vi por primera vez: ¿será que en «business» las películas mejoran?).

Una vez en el de Barajas, se me acabó la gracia de un plumazo: la cola de Migraciones fue especialmente tediosa, mis maletas salieron en penúltimo lugar, la policía me pidió revisar mi equipaje, y noté el tráfico madrileño más aparatoso que nunca. Supongo que fue bueno poner los pies literalmente en la tierra y volver a ser el de siempre: un ciudadano más, un viajero de la clase turista, un simple mortal sin privilegios.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Renato Cisneros es Escritor y periodista

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