Haciendo memoria, mi primer emprendimiento no fue Boost, mi aceleradora de marca, sino Spaghetti, un restaurante que inauguré a los 23 años. Como imaginarán, el menú principal (el único casi) era pasta que venía con distintas salsas, más chicha y una rodaja de pan al ajo por S/ 10,50. Pero mis ganas de incursionar en la comida italiana no venían del lado Olivares, mi primer apellido, sino de mi lado Cortés; siendo más específica, de Tino Cortés, mi abuelo materno. Tampoco es que Tino tuviera origen italiano; era más bien un orgulloso chalaco, que luego de haberse jubilado se iba convirtiendo en un señor apagado, sentado en la salita de la televisión esperando la novela de las 3.
Mi abuelo Tino y mi mamama Olga fueron mi adoración y las personas a quien yo más he admirado. Ella era una mujer tierna y bondadosa pero feroz cuando se trataba de defender a los suyos. Como cuando me subió al escenario de un concurso de disfraces con mi atuendo de española a los cuatro años, porque ella consideraba que los jueces no me habían visto lo suficiente. Y él, Tino Cortés, era ese hombre justo, trabajador, honesto, pulcro, algo renegón producto de su obsesión por el orden, siempre acompañado de su trapo los fines de semana mientras escuchaba a José José. Él me animó a escribir por primera vez cuando, a los siete años, hice una composición para los juegos florales. En el texto contaba nuestras conversaciones sobre cómo sería Dios.
Pero Tino Cortés se estaba marchitando. Ya no había más esquinas que limpiar y Olga ya se estaba pasando de vueltas de verlo pululando con su fiel trapo amarillo, mañana, tarde y noche. Así que un buen día, mientras almorzaba tallarines verdes con ellos, se me ocurrió, según yo, una gran idea: “Papapa, voy a poner un restaurante y tú serás el anfitrión. Será de pastas porque a todos les gustan y llenan. Además, hacer tallarines no es caro, así que nos darán buen margen y no es tan complicado de cocinar”, decía yo, creyéndome experta restaurantera. Dicho y hecho, dos meses después estaba inaugurando Spaghetti en un local de no más de 20 metros que me alquilaron en el sótano del mismo edificio en donde trabajaba en esa época como jefa de publicidad del BBVA. Así que podía ayudar en la hora de almuerzo a mi flamante restaurante.
Si me preguntas por mi plan de negocio, proyecciones de rentabilidad, el análisis de ganancias y pérdidas… no había, pero lo que sí había era una decoración preciosa que me costó un ojo de la cara, una carta menú perfectamente diseñada con nuestro único plato bandera, o sea los espaguetis, y un anfitrión que daba la bienvenida a los comensales de las cinco mesas de fórmica verde mate que mandé a hacer en Surquillo. La aventura gastronómica duró un año, en el que Tino Cortés no faltó un solo día con sus quehaceres de anfitrión. Mi abuela me contaba de su infaltable ritual de embadurnarse con su perfume Royal Regiment todo ese año, luciendo sus impecables polos de piqué. Perdí toda mi inversión, para ser honesta. Tenía clientes pero poca rotación, la ubicación –que era carísima– solo nos permitía abrir de lunes a viernes en el almuerzo porque no había un solo gato. Y bueno, digamos que tenía un anfitrión al que no estaba dispuesta a pagarle poco. Pero la gran estocada que nos llevó a la ruina fue ocasionada por una rubia; así prefiero recordarla.
Si bien como restaurantera me moría de hambre, como publicista siempre me fue bien. Gracias al espectacular brochure que enviamos en la licitación de la concesión de la cafetería de un importante banco, nos invitaron a presentar nuestra propuesta. Llevamos nuestros deliciosos potajes y en el centro de la mesa coloqué el emblemático cuadro repujado con nuestro logo (que aparentemente había alojado a algunos visitantes no gratos luego de una intensa fumigación días previos). Lo cierto es que en plena presentación una rubia cucaracha salió del cuadro como si quisiera cantar Happy Birthday cual Marilyn Monroe a los jurados de la licitación, quienes atónitos veían cómo Tino Cortés, el hombre que podía cepillarse los dientes 10 minutos, hacía una maniobra de atajar la cucaracha con sus propias manos, digna de Gallese. Obviamente, fuimos descalificados para alimentar a su personal, pero esta anécdota alimentó de risas a las conversaciones con mi abuelo durante varios años. Sí, pues, mi primer emprendimiento fue un desastre. Confundí mi motivación (por qué hacía el negocio, o sea por mi abuelo) con construir mi oferta de valor. Decidí con el corazón y me olvidé de la razón. ¿Cuántas veces emprendemos solo siguiendo nuestra pasión y olvidando la razón? No confundas la gasolina, que es tu pasión, con definir bien tu medio de transporte, tu plan de negocio, porque marcará la diferencia entre quedarte en el camino atollado o llegar a la luna. //