Mi profundo amor por la lectura no se lo atribuyo a una profesora inspiradora en el colegio ni a algún momento revelador como vemos en las películas, sino a un antipático primo. Todos los fines de semana de mi infancia los pasaba en la casa de campo de mis abuelos en Santa Eulalia, a una hora de Lima. Los viernes en la tarde, mi papá y mi mamá venían de la oficina y junto a mi hermano Daniel, cuatro años menor que yo, cargábamos nuestros maletines de ropa y juguetes para pasar todo el fin de semana con nuestros abuelos maternos. Pero lo que más nos hacía ilusión era encontrarnos con nuestros primos de la casa de enfrente, que coincidentemente tenían nuestras mismas edades. Yo empacaba mis Barbies y Daniel sus muñecos He Man, que yo a veces me robaba para que sean los galanes de mis muñecas a falta de suficientes Kens. Y si bien nos íbamos al campo en el medio de la nada, recuerdo que para ese fin escogía mis mejores polos, tratando de que combinen bien con el par de shorts que llevaría. Tanta preparación y coquetería no se debía a algún chico guapo del vecindario campestre. No solo porque los que nos rodeaban eran puros árboles de palta, gallinas y un gallo que tenía que inmolarse con todas, sino porque a esa edad ni siquiera pensaba en chicos.
Lo que verdaderamente me motivaba o preocupaba en realidad en esa época era la aprobación de mis primos de enfrente, un ejército de niñas y niños que habían tenido la suerte de que sus padres, todos hermanos, los hayan tenido en la misma época. Mi hermano y yo éramos los primos segundos. Tengo que confesar que a veces me sentía como esos personajes secundarios que llegan a la casa de los protagonistas de las típicas series gringas que alguna vez hemos visto. Supongo que me sentía así porque –siguiendo con el ejemplo de la serie– había un personaje que todo el fin de semana se la pasaba diciéndome lo fea, gorda, tonta y huachafa que era comparada con sus lindas primas hermanas.
Este personaje se convirtió en mi ‘bullyador’ oficial. Cada fin de semana sistemáticamente tenía un nuevo apodo para mí o, si no lo había, se conformaba con elegirme última en los equipos para jugar cualquier cosa. Hasta ahora siento el pánico y la vergüenza que me producía esperar ese momento de no ser elegida y más bien convertirme en el premio consuelo del equipo. Te preguntarás dónde estaba esa Luciana empoderada que habría puesto en su sitio a ese niño, le habría importado un comino su opinión sobre belleza, moda o inteligencia y no estaría esperando a que la elijan para sentirse valiosa. Esa Luciana, todavía niña, estaba escogiendo su ropa más suelta posible para que su primo no le diga que crecía –pero para los costados– y tocando la puerta de la casa sus primos de enfrente todos los fines de semana para ver si la invitaban a jugar.
Me encantaría decir que un buen día me desperté llena de valentía, fui a buscar a ese niño y le dije lo parecido que era a los huevos que ponían mis gallinas, solo que en versión gigante. Pero no: me desperté más bien cansada y decidí quedarme todo el día contemplando la rutina de mi abuelo Tino, el hombre que podía pasar todo el día sacudiendo muebles al ritmo de Camilo Sesto. Uno de los rincones más preciados de su casa de campo era un mueble lleno de libros antiguos, esos de tapa dura y letras doradas. Me acuerdo que pensé: “Si me ven leyendo, no me van a preguntar por qué no salgo a jugar y así tengo un día libre de mi pequeño verdugo”. Así que agarré el libro que más divertido me sonaba. Escogí Madame Bovary, un libro publicado por Gustave Flaubert en 1857. Por cuatro fines de semanas completos me devoré a mis 12 años uno de los libros más controversiales de su época y que incluso casi no publican por los temas en ese entonces tabú que tocaba. No sé si era el libro más conveniente para mi edad pero solo puedo decir que desde ese día y con todo lo que me rayó la cabeza Emma Bovary, la protagonista de la historia –señalada alguna vez por Mario Vargas Llosa como una heroína egoísta, por su insaciable búsqueda de placer sin importar las consecuencias–, me enamoré de los libros.
Los libros son la casa que siempre está abierta, el viaje que podemos comprar todos, el amigo que siempre está para hacernos compañía y no juzga, el roommate perfecto para tus momentos de insomnio, el ropero más importante para destacar en cualquier lugar o circunstancia porque no hay accesorio más atractivo que una palabra bien dicha. Lo último que recuerdo de ese primo al que, por cierto, no volví a tocarle la puerta para jugar, es que me gritaba nerd desde su casa de enfrente, palabra que hasta hoy llevo con orgullo. Gracias, queridísimo primo, por empujarme a descubrir los libros. Lo que es yo, ya volteé la página. //
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