Natalia Parodi: "Un plan perfecto"
Natalia Parodi: "Un plan perfecto"
Natalia Parodi


Cuando terminé el colegio estaba decidida a ingresar a la Universidad Católica. Tenía amigos que se preparaban en academias preuniversitarias desde quinto de secundaria, pero yo estaba confiada en que prepararme durante el verano sería suficiente. ¿Por qué no? Era buena alumna y bastaría con seguir un buen plan de estudios. Con ese optimismo, cerré mi etapa escolar enfocada en mis amigas, en la fiesta de graduación, en las celebraciones de Año Nuevo y entusiasmadísima con el chico que me gustaba.

No me preocupé del examen de ingreso hasta que comenzaron las clases en la academia. La primera semana estuve fascinada con la gente a mi alrededor: las chicas y chicos del salón, los profesores súper jóvenes, divertidos y motivadores y la adrenalina de la ambición compartida. Teníamos mucho que aprender, repasar y, para sorpresa mía, memorizar. Ese fue mi talón de Aquiles durante las seis semanas que duró el curso de verano. Pero no me importaba: yo estudiaba con mis nuevas amigas. Íbamos juntas en esa montaña rusa y todo nos parecía posible. Nuestro plan perfecto: esforzarnos muchísimo para ingresar todas y seguir divirtiéndonos juntas durante toda la etapa universitaria.

Éramos cuatro chicas llenas de ilusión y alegría. Hacíamos lo posible por apoyarnos, y cada lunes poníamos todo de nuestra parte a la hora de rendir los exámenes de simulacro. Para desconcierto mío, no eran nada fáciles y me costaba mucho pasar la valla. A las demás tampoco les iba mejor. Comenzamos a asustarnos. El destino se veía de pronto incierto. Y aunque nos esforzamos cada vez más, nuestro nivel de irritabilidad y angustia aumentaba. Incluso una de nosotras vomitaba cada lunes en su casa, por los nervios antes de salir al examen. 

Contra toda expectativa inicial, ninguna ingresó en ese primer intento. A pesar de estar en el salón de más alto nivel de la academia, muchos de nuestros compañeros tampoco ingresaron. ¿Cómo era posible? Pues la inteligencia no bastaba. La competencia era feroz, y peleábamos los puestos con muchísimos postulantes, incluso algunos que lo intentaban por segunda, tercera o cuarta vez.

Las cuatro necesitábamos más garra y paciencia que la que habíamos tenido, e invertir menos espacio mental en hacer amigos y pasarla bien en la academia. Debíamos exigirnos cada vez más. Y no perder de vista el objetivo.

Aun así, el desenlace de la historia nunca lo hubiéramos imaginado: la más nerviosa de nosotras, –la que vomitaba los lunes antes del examen- consiguió una plaza ese verano. La llamaron de la universidad a decirle que se habían ampliado 20 vacantes y que había sido admitida. Yo estudié duro y parejo e ingresé en mi segundo intento, en agosto de ese mismo año. La siguiente en ingresar fue Male y lo hizo en febrero del año siguiente, en su tercer intento. Y Ula tuvo que perseverar sola y guardar la esperanza hasta su cuarto intento, el siguiente agosto. Pero lo logró.

¿Quién nos iba a decir, cuando estudiábamos risueñas e ilusas en el verano del 95, que el destino nos haría ingresar una por una? El plan perfecto no funcionó. Pero así es la vida y nos lo fue demostrando no solo con el ingreso a la universidad, sino con todo lo que vino después: la batalla diaria por nuestros objetivos, combatiendo decepciones, imprevistos, problemas de trabajo, de salud, o de amor.

Sandra Mihanovich, en una de las canciones de su disco “Todo tiene un lugar”, canta “vendrá mañana lo que te falta hoy, será mañana aunque lo pidas hoy”. Hoy por hoy, aquel grupo de chicas que hoy somos madres, una comunicadora, otra psicóloga, la otra empresaria y la última una destacada abogada, no nos cansamos de luchar por nuestras metas. Convencidas de que tarde o temprano, llegamos a ellas. 

 

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