(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)

Las crisis son momentos eficaces para socavar la democracia.
Desde hace mucho, los líderes con mentalidad autócrata han venido usando las emergencias –algunas reales, otras fabricadas– para hacerse de poderes extraordinarios. Una de nuestras mayores preocupaciones respecto de la presidencia de siempre ha sido que aproveche (o invente) una crisis para justificar algún abuso de poder. Los acontecimientos recientes le dan vigencia a esta preocupación.

Los líderes autoritarios suelen irritarse ante las limitaciones del orden constitucional. Las democracias requieren negociación y concesiones. Los contratiempos son inevitables. Las iniciativas más importantes para un presidente pueden ser destrozadas en los medios y malograrse en el Congreso.

Bill Clinton, quien fue elegido por la promesa de una reforma del sistema de salud, dedicó los primeros dos años de su gobierno a un proyecto de ley que incluía un seguro médico universal, solo para que esta ley muriera en el Congreso. El presidente George W. Bush afirmó que el electorado le había dado autoridad para reformar la Seguridad Social pero la iniciativa no llegó a ninguna parte. En una democracia, los presidentes deben ser capaces de perder.

A los líderes con mentalidad autócrata, en cambio, la política democrática les parece intolerablemente frustrante. La mayoría de ellos carece de las habilidades o el temperamento para el toma y daca de la política. Son alérgicos a las críticas y a hacer concesiones y tienen poca paciencia para lidiar con las complejidades del proceso legislativo. Un ejemplo: un asesor del ex presidente del Perú dijo que el entonces mandatario “no soportaba la idea de tener que invitar al presidente del Senado al Palacio de Gobierno cada vez que quería que el Congreso aprobara una ley”. Para los aspirantes a autócratas, los pesos y contrapesos se sienten como una camisa de fuerza.

Las crisis ofrecen a estos aspirantes a autócratas un escape a las trabas constitucionales. Las emergencias nacionales –en particular, las guerras o los ataques terroristas– les hacen tres favores a esos líderes. Primero, generan apoyo público. Las crisis de seguridad comúnmente producen un efecto que unifica posturas y en el que la aprobación presidencial crece. Segundo, silencian a la oposición, dado que la crítica puede considerarse desleal o antipatriótica. Por último, flexibilizan los límites constitucionales normales. Temerosos de poner la seguridad nacional en riesgo, los jueces y los líderes legislativos ceden su autoridad.

Las emergencias nacionales pueden amenazar el equilibrio constitucional incluso con presidentes de tendencia democrática como Abraham Lincoln y Franklin Roosevelt, pero pueden ser funestas con aspirantes a autócratas, ya que proveen una justificación de apariencia legítima (y a menudo popular) para concentrar el poder y suprimir derechos. En el Perú, una insurgencia maoísta y una crisis económica permitieron a Fujimori anular la Constitución y disolver el Congreso en 1992; en Rusia, una serie de bombardeos a apartamentos en 1999 desató el apoyo público a Vladimir Putin, quien entonces era primer ministro, lo que le permitió consolidar el poder.

Las crisis presentan oportunidades tan grandes que los aspirantes a autócratas suelen fabricarlas. El ex presidente de Filipinas Ferdinand Marcos, por ejemplo, no quiso dejar el poder cuando su segundo período concluyó en 1973. Apareció una oportunidad en 1972, cuando una serie de explosiones sacudieron Manila. Tras un supuesto intento de asesinato a su secretario de Defensa, Marcos culpó a terroristas comunistas, declaró ley marcial y estableció una dictadura. Esta crisis fue, en gran medida, fabricada: se cree que los bombardeos fueron perpetrados por el gobierno y el intento de asesinato fue un montaje.

Trump opera un entorno político distinto, pero su comportamiento desde las elecciones de noviembre revela instintos autócratas. Es evidente que carece de la paciencia o de las habilidades de negociación necesarias para lidiar con un gobierno dividido. Su respuesta al control demócrata de la Cámara de Representantes ha consistido en negarse a hacer concesiones y a rechazar la posibilidad de perder. A diferencia de Clinton y Bush, quienes aceptaron la derrota cuando quedó claro que sus iniciativas carecían de apoyo legislativo, Trump se ha negado a aceptar el fracaso de su proyecto del muro fronterizo. Incapaz de obtener los votos necesarios, el presidente impuso, imprudentemente, un cierre de administración. Cuando eso falló se dispuso a burlar por completo al Congreso al inventar una emergencia. El martes 8 de enero, en su discurso desde el Despacho Oval, usó la palabra ‘crisis’ seis veces en ocho minutos. Fabricó una amenaza para justificar saltarse al Congreso.

Sin importar cuál sea el resultado, estos acontecimientos deberían activar las alarmas. El presidente de Estados Unidos se está comportando como un autócrata. Su disposición a fabricar crisis nacionales y trastocar los pesos y contrapesos constitucionales para evitar la derrota lo colocan más cerca de Ferdinand Marcos que de Ronald Reagan.

Trump carece de la templanza de Lincoln, Franklin D. Roosevelt o incluso George W. Bush. De hecho, parece incapaz de ejercer el Poder Ejecutivo de manera responsable. El primer encuentro de Trump con un gobierno dividido ha producido el que se ha convertido en el cierre de administración más largo de la historia. Y cualquier uso imprudente de los poderes especiales para casos de emergencia sentaría un precedente peligroso para invalidar el Poder Legislativo. A diferencia de otras declaraciones de emergencia nacional, esta desafiaría la voluntad del Congreso.

Esta situación sienta las bases para una pregunta escalofriante: ¿cómo se comportará durante una verdadera crisis de seguridad un presidente que está dispuesto a fabricar una por un simple punto muerto legislativo?