(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Raúl Castro

Un residente neoyorquino escribió hace poco a la sección inmobiliaria del “New York Times” preguntando: ¿Qué es lo que la ley dice acerca de mi derecho a estar desnudo en mi propia casa? Explicaba en su comunicación que una de sus ventanas daba a un patio superior y que, desde ahí, un vecino lo había captado caminando sin ropa muy temprano en la mañana, tras lo cual presentó una queja a la administración del edificio. El residente completó su consulta: “Soy varón en mis 70 y no soy exhibicionista. Mis ventanas tienen cortinas y no es fácil ver adentro por lo estrecho del espacio. Este vecino debe haber hecho un gran esfuerzo para tener esa vista”.  

¿Qué dicen las normas sociales sobre el derecho a pasear desnudo dentro de mi casa? ¿Qué dice sobre las prácticas de la intimidad en mis espacios privados? Me sentí inquirido por las preguntas, pues viví años atrás una situación similar en un departamento de Miraflores. Mi vecino me comentó que pasó con su hijo frente a mi ventana muy temprano por la mañana y que vieron a un poco agraciado Adán de metro sesenta desplazarse sin trajes encima. Yo, ni cuenta. Simplemente había despertado (eran las 6:40 a.m.) y en modo zombi me dirigí por agua sin percatarme de que podría estar hiriendo la susceptibilidad de ocasionales espectadores.  

Estos asuntos aparentemente menores están teniendo hoy gravitante importancia toda vez que el patrón de asentamiento y ocupación de las urbes en el mundo, en las últimas décadas, se ha transformado para no dar marcha atrás. Las ciudades han detenido su crecimiento horizontal para dar paso a un irrefrenable crecimiento vertical, cambiando absolutamente las características de la vida en común. Es decir, no solamente cambia el ‘skyline’ o el paisaje. Vivimos hoy el apogeo de un proceso de cambio en la ecología humana por el que afrontamos nuevas configuraciones residenciales dominantes. Los bloques de edificios son una. Los condominios y los conjuntos habitacionales con áreas comunes son otra. Consiguientemente, las reglas de convivencia están transformándose aceleradamente, y ha surgido con mucha energía el campo de los asuntos residenciales como una nueva dimensión para hacer política y discutir la vida en común. 

El estudio de los asuntos residenciales como campo político se ha desatado en todo el mundo, y observa cómo, por ejemplo, los parisinos ejercieron su derecho de protesta contra los criadores de perros porque estos no limpiaban la caca de sus mascotas. Este episodio es ahora un estudio de caso ejemplar en la ciencia política, pues terminó con un cambio de comportamiento radical al imponerse, desde entonces y en todo el mundo, la idea de que los vecinos deben recoger lo que dejan sus mascotas como una de sus obligaciones fundamentales. En Suecia se ha debatido acerca de tinas de uso comunal y en Malasia acerca del mantenimiento del barrio. Un notable estudio de Sarah Pink sobre el movimiento Slow City en Inglaterra alerta sobre estas nuevas prácticas políticas que en general promueven criterios de cuidados más ecológicos y de índole sostenible en las áreas locales.  

Pero el ejercicio de la intimidad es una nueva arista en el fenómeno y está exigiendo hoy como nunca nuevas definiciones sobre lo que es vivir el espacio privado, familiar o íntimo en nuestras nuevas configuraciones ecológico-humanas. El “New York Times” recomendaba, para empezar, aplicar las leyes de decencia que ya existen para el espacio público: ser cuidadoso con lo que uno hace y viste, y en general no hacer algo que esté reñido con las buenas costumbres. “Chequea las condiciones en los papeles que has firmado”, sugirió, como una forma de zanjar ante una eventual duda. La política vecinal en su máximo esplendor.