El Perú es un país bizarro donde algunos activistas de izquierda le exigen más circunspección a una actriz de cine –que hizo una mala película, aunque exitosa comercialmente– que al presidente de la República. Es nuestro particular envanecimiento, nuestra paja en el ojo ajeno antes que la viga en el propio.
A estas alturas, es patente que hay una captura malsana de muchos ministerios y de empresas públicas en las que el Ejecutivo ha repartido favores políticos para contentar a su camarilla de leales incompetentes. Incluso, en alguna que otra, ha habido nombramientos de funcionarios que antes fungían de asesores en el Congreso en cargos directivos (hechos que ya ni siquiera se molestan en disimular). Hay materia seria para discutir la catadura moral del presidente Pedro Castillo y su entorno desde hace varios meses. Si por sesgo ideológico, por pose iconoclasta o por mantener una gollería se decide ignorar este gravísimo problema, flaco favor se le hace a la democracia.
Pero convencer a la ciudadanía de que deje el marasmo no es poca cosa. En mi anterior columna sostuve que las marchas por la vacancia estaban condenadas al fracaso por su espíritu segregacionista y su escasa compresión de la movilización ciudadana. Por otro lado, si optamos por modificar la Constitución para recortar el mandato presidencial y del Congreso puede que rompamos la inercia, pero, finalmente, ni los congresistas tienen los estímulos necesarios para aprobar una ley de esa dimensión, ni los tiempos políticos harían que la propuesta sea más rentable si se produce una situación que agrave la responsabilidad del presidente. Es muy difícil que una propuesta así tenga viabilidad política, pero qué duda cabe de que las condiciones precarias del Gobierno se agravarán. Es un proceso doloroso que arrastramos por muchos años. No es algo de lo que se pueda presumir, la inestabilidad política nos ha costado mucha credibilidad como lo atestiguan los ajustes de varias calificadoras de riesgo.
Pero no estoy de acuerdo con la tesis de que una nueva elección produciría más de lo mismo. Participarían los mismos partidos, pero las condiciones sociales de la elección del 2021 habrían cambiado, si bien no significativamente, lo suficiente para estimular otra oferta política. Hay un patente sentimiento antipolítico, pero encuentra también un escenario pospandemia, donde los ciudadanos comienzan a constatar que procesos que daban por descontados, como la vacunación, requieren un mínimo de capacidad gubernamental y de equipos técnicos que el Ejecutivo ahora no tiene. Si van a expirar numerosos lotes de vacunas hacia fines de marzo y el Ministerio de Salud ha sido incapaz de encaminar el proceso de vacunación que venía a buen ritmo, cuesta creer que el Gobierno pueda disimular su responsabilidad delante de la ciudadanía.
Las diferentes encuestas de opinión muestran que el apoyo al Gobierno y al Congreso ha caído sostenidamente desde julio del 2021, aunque ahora se encuentre en una meseta. Seguramente sería una elección donde la derecha política despellejaría a la izquierda gobiernista y se esquilmarían tanto en su desencuentro que podrían darles opciones a propuestas políticas menos radicales y que puedan introducir ideas frescas sobre todo en los votantes más jóvenes y menos ideologizados. Al fondo hay sitio. En una elección tan dispersa como la nuestra, hay lugar para muchos. Por muchos años, muchas personas decentes han querido meterse en política y han desistido porque querían reunir una coalición única: ese ha sido un grave error. Creer que una sola coalición de gente proba podría concentrar los votos de un sector de la ciudadanía hastiada de la corrupción y los enfrentamientos ha sido una interpretación errónea.
Si algo ha demostrado la política peruana es que hasta los candidatos más impredecibles pueden ganar. Si la ciudadanía tiene varias opciones, todos tendrán, en algún momento de la campaña, oportunidades. No es lo ideal tener un sistema de dispersión política como el nuestro, pero ya que lo tenemos, tratemos de aprovechar al máximo sus limitaciones ofreciendo una mayor oferta política a la ciudadanía. Incluso no sería nada descabellado alentar el ingreso de personas con vocación de servicio a partidos políticos de capa caída. Nuevamente, si los inmorales aprovechan los vehículos informales para llegar al poder y abusar, ¿por qué la gente decente no puede subirse a una combi para tratar de transformar algo el sistema en el corto plazo? No es la salida sostenible a largo plazo, porque esa solo se sostendrá en varias reformas políticas inclusivas, pero al menos no sería tan escéptico sobre unas nuevas elecciones si se estimula una mejor oferta política inmediata. Como fuera, dadas las condiciones del Gobierno, es un diálogo que la sociedad civil no puede postergar a riesgo de quedar descolocada en pocos meses
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