Mauricio Chereque

Anoche llegó como un vendaval la noticia y si bien periodísticamente hay que reaccionar, el eco que deja el golpe de una pérdida como esta es duro. Jamás tuve su firma o le hice una entrevista, tuve la suerte de tomarme una foto con él, lo pude ver algunas veces en conferencias, pero −pese a ello−, hay pocas personas que hayan marcado tanto mi vida como lo hizo.

Decidí estudiar literatura porque me acerqué a su obra y su obra me enseñó a cómo querer y entender un poco mejor a mi país. A los 14 años, como parte de un intercambio estudiantil en la campiña francesa de Bretaña, me hablaron acerca de un escritor peruano que había escrito una novela sobre Paul Gauguin y Flora Tristán. El hecho de que en una región rural de Francia supieran de un autor peruano me sorprendió e interesó de inmediato.

Con pocas certezas sobre el futuro y muchos sueños, me acerqué a su literatura. Y en los recreos de un tercero de media, en el que batallaba duramente contra el álgebra, me devoré “Conversación en La Catedral”. Jamás olvidaré cómo esa novela me hizo valorar y conocer la realidad del país en el que vivo, y también me hizo conocer cómo el lenguaje podía encapsular diversas historias poderosas: secretos, entretelones de las vidas familiares, racismo, clasismo, jergas; todo a través de un diálogo entre dos personajes en un bar llamado La Catedral. Luego vino “La casa verde”, una novela espléndida en la que cuatro historias se van contando de manera paralela y luego se entrelazan. Una maestría del lenguaje que me sorprendió. En ese entonces, tomé la decisión, un poco criticada por mi familia, de estudiar literatura como carrera. Lo hice porque me interesó mucho conocer cómo se podía, a través del lenguaje, contar historias como lo hacía Vargas Llosa.

Y cuando estaba evaluando esa decisión −casi retrocediendo para ser honesto−, quizás por esas cosas del destino, le otorgaron el Premio Nobel de Literatura. Esa fue para mí la confirmación de que estudiar literatura no era un sueño loco, sino que podía ser una carrera, una realidad, y que se podía construir una carrera literaria basada en la disciplina y en la producción de obras literarias de gran escala. Desde ese momento, no solo me propuse leer cuanto libro haya escrito, sino que me interesó mucho la manera en la que se podían crear mundos a través de la ficción.

Pero Vargas Llosa era mucho más que solo literatura. Todos los domingos impares de cada mes, yo acudía al quiosco y adquiría el diario para leerlo. No había quincena en la que yo no leyera la columna de Vargas Llosa con avidez, y descubriera cómo él presentaba ante el mundo hechos políticos y los cuestionaba; cómo presentaba lecturas, temas de historia, y discutía polémicas de todo tipo con una pluma inteligente y una argumentación sólida. Jamás imaginé que más de una década después sería el encargado de editar las últimas columnas que publicó en El Comercio. Cuando me tocaba abocarme a dicha labor y tenía que editar pequeñas imprecisiones me sentía como el narrador-protagonista del relato “García Márquez y yo” de Jorge Ninapayta que le coloca una coma a una edición de “Cien años de soledad” y con ello se sentía parte de su grandeza.

La partida de Vargas Llosa no solamente significa que se apaga el faro que guiaba la narrativa latinoamericana y sobre todo la narrativa peruana de una manera universal y notable, sino también se difumina la idea del escritor político, el escritor que opinaba de todo aquello que sucedía en su realidad y que incluso se involucraba vívidamente y con convicciones en aquello que creía. “El pez en el agua”, en ese sentido, es un testimonio notable de la formación de un escritor y la formación de un político que lo que intentó fue vender sus ideas −en favor de la libertad− en un país que lamentablemente hace muchos años ya no vota por ellas, sino por candidatos.

Esa es la principal lección que nos deja Vargas Llosa: la del artista comprometido con su realidad, la del político que quería decir la verdad y por eso no fue buen político, la del escritor que se hizo y se construyó falseando la verdad a través de un mundo de ficción en el que analizó los recovecos de la política y el poder porque como él dijo cuando recibió el Nobel: “inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola”.

En estos momentos, como lo narró el propio Vargas Llosa en un texto cuando habló del funeral de su querido amigo Luis Loayza, es oportuno detenerse, y pese a haberlo evitado, en silencio llorar. Para luego, como versó Vallejo, incorporarse lentamente, echarse a andar y entender que, pese a que Vargas Llosa se ha ido, la avenida Tacna sigue ahí, sin amor, con edificios desiguales, y que el Perú está jodido, que no sabemos en qué momento se jodió, pero que sabemos que seguimos jodidos ahora que Mario Vargas Llosa se ha ido, pero estamos menos jodidos que antes gracias a él y a la obra que nos deja a todos sus lectores.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Mauricio Chereque es literato y periodista

Contenido Sugerido

Contenido GEC