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La república violada
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La república violada

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“¡Soy la voz de los que no tienen voz!” es la frase que, acompañada de otra extraída de los Proverbios, aparece en el portal de Milagros Jáuregui de Aguayo. La señora Jáuregui es congresista de la República y, además, responsable directa de que nuestras niñas –incluso las violadas por sus padres o parientes– se vean sometidas a partos espeluznantes que terminan en la muerte de las víctimas de un patriarcado avalado por mujeres.

En esa línea de pensamiento, Jáuregui declara que trabaja desde hace más de treinta años por “la vida, la familia y los más vulnerables”, siendo su mayor objetivo “generar” una “conciencia” –a todas luces fundamentalista– en nuestra sociedad. Lo suyo es, en sus palabras, la “defensa” del niño o niña “por nacer”, mientras que, esta última, de carne y hueso, debe aceptar el horror, o peor aún, la tortura de amamantar a quien, por siempre, le recordará una niñez brutalmente arrebatada. La bancada de Jáuregui, provida y profamilia, se basa en los criterios más conservadores que uno puede imaginar. Sin embargo, esta pastora de almas a la deriva no es solo pura expresión personal, sino síntoma de un patriarcado nutrido por un puñado de mujeres oportunistas.

Acá me refiero, entre una multiplicidad de ejemplos, a madres de la patria (sic) de la talla de la viajera contumaz Digna Calle, quien, con el descaro que la caracteriza, nos informa que a ella la mantiene su marido ‘podemista’. Y lo hace fusilándonos con esa mirada desafiante de quien se sabe protegida por los arreglos machirulos de un Legislativo donde todo se compra y todo se vende. De ese sistema, imaginado en el siglo XIX por militares rapaces, nos puede dar cuenta, también, María Acuña, ocupante de espacios públicos, dueña de una tesis desaparecida en un huaico y entrometida en negociados auríferos en Pataz. Pese a que merma del Estado y no se acuerda –ni siquiera– del título de su tesis universitaria, a María, al igual que a Dina Boluarte, no le entran balas. Ambas sobreviven, como tantas otras féminas, bajo el ala protectora del “Padre Padrone” de la sangrienta región de La Libertad.

En este régimen oligárquico, conservador, prebendario, negacionista y patriarcal, además de ultrahedonista, frívolo y cruel, la violación de mujeres está a la orden del día. No hay más que recordar lo ocurrido en una de las oficinas del Congreso, donde una red de prostitución con sicariato incluido operaba, aparentemente. El escándalo congresal limeño, con rufianes tipo Darwin Espinoza, llevando de viaje a la amante y hoy con una avenida a su nombre, nos distrae del horror vivido por mujeres y niñas en las provincias, distritos y caseríos del Perú.

En un contexto de institucionalización del abandono, de la primacía del fanatismo religioso sobre la vida y de ausencia absoluta de servicios públicos para los más vulnerables, una niña de 13 años falleció dando a luz en su vivienda, en el caserío de Piruro, poblado de Yuragmarka, distrito de Panao (Huánuco). Y antes de que su dolorosa historia desaparezca, en medio de los múltiples escándalos que nos desbordan, quiero dejar constancia de que la niña, un año menor que mi nieta, perdió el conocimiento luego de dar a luz, sin ningún apoyo médico, y falleció a causa de un ‘shock’ hipovolémico; es decir, que la joven madre murió desangrada. Cuando llegó la fiscal, luego de cinco horas de viaje, encontró su cuerpito vestido con un buzo negro, blusa roja y una chompa rosada, sobre dos colchones, cubiertos con frazadas. En el reporte de este crimen colectivo, se señala que la fiscalía ha iniciado una investigación por un posible delito contra la libertad sexual y las autoridades intentan establecer quién sería el responsable del embarazo.

Una república que no cuida a su infancia y amnistía a asesinos no merece llevar ese nombre, y una que mira al otro lado mientras se trafica y viola a miles de niñas y adolescentes desprotegidas es ni más ni menos que un ente inmoral que no respeta los derechos humanos fundamentales, entre ellos el de la vida. Cuando Dina Boluarte, Milagros Jáuregui de Aguayo, Digna Calle o María Acuña, entre otras mujeres más, decidieron entrar a un juego macabro que vicariamente las empodera, vendieron su alma al dios de la infamia. El precio que estamos pagando es una violación masiva y sistemática contra la humanidad y la dignidad de la república del Perú.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Carmen McEvoy es historiadora

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