Víctimas de la anécdota, por Alfredo Bullard
Víctimas de la anécdota, por Alfredo Bullard
Alfredo Bullard

Si usted le tiene más miedo a tomar un avión que a subirse a un automóvil, piensa igual que la mayoría de las personas. Y, además, esta mayoría... está equivocada.

Viajar en avión es mucho más seguro. Los atentados del 11 de setiembre del 2001 son quizás los accidentes aéreos que más recordamos. El ver esos accidentes en televisión en directo y haber leído y escuchado toda la cobertura de prensa los ha dejado marcados en nuestra memoria. Y ha contribuido a que le temamos más a volar. 
En los meses siguientes a los atentados, hubo una importante caída del número de pasajeros aéreos y un incremento de viajes por automóvil en Estados Unidos.

El profesor alemán Gerd Gigerenzer estudió el fenómeno y llegó a una interesante conclusión: a las 2.996 víctimas del 11 de setiembre (de las cuales solo 266 eran pasajeros de avión) hay que sumarle 1.595 norteamericanos adicionales que murieron en accidentes de automóvil en el año siguiente por su decisión de no tomar un avión por el miedo a que este sufra un atentado.  

La decisión que los condujo a la muerte fue absolutamente irracional. Si hubieran asumido el riesgo de volar (incluyendo el riesgo de un atentado terrorista) en lugar de viajar en carro, la gran mayoría de estas víctimas adicionales (sino todas) estarían vivas.

Si usted toma un vuelo, el riesgo de que muera en un accidente es de uno en un millón trescientos mil. Virtualmente, nada. Para que tenga una idea, las posibilidades de salir a la calle y que lo parta un rayo son mayores.

Pero si usted se sube a un automóvil, la posibilidad de morir es aproximadamente de uno entre 350.000. Los carros son mucho más peligrosos y, sin embargo, les tememos más a los aviones.

Así como la persona común toma malas decisiones sobre cómo viajar, los legisladores toman malas decisiones sobre cómo regular. La razón por la que las regulaciones a la actividad aérea son mucho mayores a las del transporte terrestre, es que los accidentes aéreos ocupan las primeras planas de todos los periódicos. Los accidentes automovilísticos, muy rara vez. Las catástrofes llaman más nuestra atención y afectan más nuestras emociones. Se nubla nuestra posibilidad de analizar la realidad y tomar la decisión correcta.

Ello genera un fenómeno conocido como regulación anecdótica: no se regula por lo que los números dicen, sino por lo que la gente siente. Un evento ocasional impacta más que lo que la estadística dice. Y si una persona no entiende bien el riesgo de morir, un congresista menos. 

Si aparece en los periódicos que alguien le disparó a un perro y lo mató, es posible (como ha ocurrido) que un congresista proponga un proyecto de ley para aumentar las penas a quien mata animales, aun así estadísticamente haya delitos peores y más frecuentes. 

Pero una de las formas de vacunarnos contra la regulación anecdótica es mediante el análisis costo-beneficio.

Desde hace varios años, gracias a una iniciativa de Arturo Salazar Larraín cuando fue congresista, el Reglamento del Congreso exige que, para admitir un proyecto de ley a trámite, este venga acompañado de un análisis costo-beneficio. Es una norma de vanguardia. Pero, para variar, nuestros congresistas la han desperdiciado.

Así se burlan de la exigencia incluyendo una frase que se limita a decir: “Este proyecto no irroga gasto público y es muy bueno para la sociedad”. La frase es falsa, primero, porque no es verdad que los proyectos no irroguen gastos al Estado. Toda ley debe ser cumplida y hacerla cumplir significa incurrir en costos. En segundo lugar, porque un análisis costo-beneficio no se limita a incluir lo que gastaría el Estado, sino los costos que les generaría a los particulares cumplirla. En tercer lugar, porque no identifican ni cuantifican los beneficios. Y, en cuarto lugar, porque no hacen ninguna comparación (ni cualitativa ni cuantitativa) que permite identificar que los beneficios superan a los costos.

Si yo fuera presidente del Congreso, lo primero que haría es que se cumpla la norma, se hagan análisis costo-beneficio serios y que se reemplace la cantinflesca frase con la que se pretende cumplir la obligación. De lo contrario, seguirán siendo las anécdotas las que dominarán nuestro destino.