(Foto: AFP/Saul Loeb)
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Editorial El Comercio

A pesar de las noticias negativas que muchas veces llenan los titulares y captan la atención de la gente, la verdad es que bajo casi cualquier métrica el mundo nunca ha estado mejor. En términos económicos, mucho de ello se debe a la explosión del comercio internacional; a la posibilidad que tienen hoy los países de intercambiar lo que producen en exceso por lo que necesitan. Desde 1975, las exportaciones globales se han multiplicado por 23 y las opciones para los consumidores del mundo nunca han sido mejores.

Este crecimiento exponencial descansa sobre un complejo y delicado entramado de prácticas y reglas comerciales, tejido durante décadas, en el que países y compañías confían para el diseño de sus políticas y decisiones de inversión de largo plazo.

No es para menos, pues, el asombro y preocupación con los que muchas naciones han recibido la disruptiva visión de comercio internacional que defiende la administración del presidente de Estados Unidos, . Durante este año, dicho país ha aplicado aranceles a productos variados que van desde paneles solares y lavadoras hasta acero y aluminio. En respuesta, China, la Unión Europea, India y otros han anunciado aranceles mayores para algunos productos estadounidenses que se vendan en sus respectivos países. Las consecuencias se calculan ya en centenas de millones de dólares en pérdidas en uno y otro lado de los océanos Atlántico y Pacífico, y la posibilidad de una guerra comercial que afecte seriamente el crecimiento global está presente.

La raíz del problema se halla en una concepción errada de los beneficios del comercio internacional. En numerosas ocasiones, el presidente Trump ha citado el déficit comercial que Estados Unidos mantiene con determinados países –es decir, la diferencia entre importaciones y exportaciones– para argumentar que estos estarían “estafando” a los estadounidenses y que el trato es “injusto”. La solución sería –según esta lógica– limitar las importaciones de bienes extranjeros de bajo precio y aumentar las colocaciones estadounidenses en el mundo.

El intercambio internacional, sin embargo, dista de ser un juego de suma cero, en el que las ganancias de uno se logran a costa de las pérdidas de otros. Como cualquier intercambio voluntario, ambas partes se benefician –en agregado– de la transacción, o de lo contrario esta no ocurriría. En primer lugar, aranceles más altos implican bienes más caros para los consumidores estadounidenses e impactos negativos en las industrias que los utilizan como insumo. Por ejemplo, cuando la administración del presidente Bush elevó los aranceles al acero en el 2002, el resultado fue una pérdida neta de 200.000 empleos, principalmente por el impacto en la industria automotriz. Por su parte, un arancel adicional de tan solo 5% a la hojalata se traduciría en aproximadamente US$1.000 millones en costos extra que tendrían que ser asumidos en parte por los consumidores de bienes enlatados.

En segundo lugar, aranceles bajos o nulos ayudan a disciplinar la industria local. Prácticas proteccionistas premian a productores locales con baja productividad, altos costos y calidad deficiente al otorgarles un mercado nacional cautivo que no puede optar por alternativas extranjeras. La consecuencia es la sobreinversión en industrias poco competitivas y consumidores insatisfechos. La fallida política de sustitución de importaciones –aplicada parcialmente en el Perú y América Latina hace algunas décadas– es evidencia de la debilidad de los argumentos que la sostienen.

Relacionado con lo anterior, la discrecionalidad en la aplicación de aranceles que exhibe la administración de Estados Unidos se presta con demasiada facilidad a formas de gobierno en las que la influencia política puede granjear enormes ganancias económicas para los empresarios con los contactos adecuados. Y esta no es una manera legítima de hacer política.

Finalmente, esta misma discrecionalidad reduce de manera importante la certidumbre que requieren los empresarios para llevar a cabo inversiones de envergadura, ralentizando toda la economía global. Los envíos internacionales desde México hasta China ya comienzan a hacer mella.

La experiencia peruana es un ejemplo chico pero significativo de cómo la apertura comercial y las políticas sólidas originaron industrias ganadoras como la agroexportación, redujeron pobreza en varias zonas, disciplinaron a la industria local y dieron muchas más y mejores opciones a los consumidores peruanos. Más naciones pueden continuar beneficiándose de la misma manera.

Así, el presidente Trump lidia hoy con un delicado conjunto de reglas comerciales estables que en buena medida estructuraron la economía global. Un acercamiento igualmente delicado a tamaña responsabilidad estaría a la orden.