Editorial: El escape de Loreto
Editorial: El escape de Loreto

Como si se tratara de la trama de una película de acción, hace unos días nos enteramos de que nueve trabajadores estatales secuestrados el jueves de la semana pasada por un grupo de indígenas del centro poblado de Saramurillo, en Loreto, lograron escapar de sus captores tras dos días de estar privados de su libertad. Desataron las cuerdas que ataban la embarcación en la que permanecían y navegaron a la ciudad de Nauta durante la madrugada. 

Los funcionarios –que incluían a fiscales y empleados de Petro-Perú– se dirigían a inspeccionar un tramo del Oleoducto Norperuano. Pero fueron detenidos y permanecieron contra su voluntad, como parte de las protestas iniciadas el 1 de setiembre por comunidades nativas de la zona, precisamente por los derrames de petróleo que los trabajadores estatales habían acudido a investigar.

Los manifestantes, además, mantuvieron bloqueado el paso por el río Marañón –anunciaron una “tregua” a partir de hoy–. Según el fiscal provincial penal corporativo de Loreto, Lorenzo José Palacios, dos embarcaciones grandes en las que viajaban alrededor de 200 personas también fueron capturadas durante el bloqueo. 

Lamentablemente, cada vez es más común ver cómo un reclamo social –por más legítimo que este pueda ser– se transforma en una manifestación de violencia, y la transgresión de la legalidad se convierte en una estrategia de negociación. 

Hace apenas diez días comentábamos en esta misma página el secuestro de 31 trabajadores estatales que realizaban una operación contra la tala ilegal en San Martín y que fueron retenidos contra su voluntad por un grupo de ronderos. ¿Será acaso que los funcionarios necesitan ahora ser capacitados en maniobras de escape o recibir un manual para lidiar con situaciones de secuestro antes de realizar sus labores de fiscalización y control?

Esta realidad paralegal parece haberse normalizado y le está ganando la batalla al Estado de derecho en el país. Un nuevo sistema que no tiene asidero en la Constitución y que ha instaurado una manera de resolver conflictos ignorando los canales institucionales. Preguntémonos, si no, qué ha pasado tantas veces en que hemos sido testigos de la radicalización de las protestas. ¿Dónde están los responsables de los delitos cometidos? ¿Han sido ya procesados por secuestro agravado los agresores en San Martín? ¿Cuántos responsables han sido detenidos?

Es cierto que estas son interrogantes que deben responder principalmente las entidades del sistema de justicia (Ministerio Público y Poder Judicial), pero la acostumbrada sucesión de reclamo-violencia-impunidad debería ser una señal de alerta para que este nuevo gobierno destine esfuerzos a la investigación (policía) y denuncia (procuradores) de estos hechos.

La respuesta de los tres últimos gobiernos consistente en minimizar responsabilidades, ceder ante la presión y doblegarse ante quienes promueven la violencia, además, debería servir como guía del camino que debe evitar la administración de Kuczynski. El mensaje de anteriores gobiernos fue tan claro como nefasto: la violencia en las protestas es la herramienta más efectiva para obtener lo que se quiere. Basta con escuchar las declaraciones que dio el presidente de la Asociación de la Cuenca del Río Marañón, James Rodríguez, a RPP, quien justificó la detención de la embarcación en Loreto pues, de esa forma, “la atención del gobierno puede ser más rápida”.

El presidente Kuczynski afirmó poco después de iniciar su mandato que el mayor reto del país era evitar los conflictos sociales. No obstante, mientras se avale con la impunidad a quienes pisotean la legalidad y solo escuchemos ecos cuando preguntemos dónde están los responsables, el mensaje seguirá siendo el mismo: la violencia es el mejor atajo.