
Este jueves 30 de enero entró en funcionamiento la nueva Constitución que elimina por completo cualquier vestigio de democracia en Nicaragua y que abre paso más bien a la consolidación de un proyecto dictatorial y dinástico. La reforma salió adelante sin contratiempos gracias al control que detenta el sandinismo del Parlamento, pero también –y esto hay que recalcarlo– a la represión que ha ejercido el régimen contra la oposición en los últimos ocho años.
Entre otros cambios, la reforma implica la desaparición total del principio de separación de poderes, dado que subordina todas las instituciones y poderes del Estado al Ejecutivo. Además, crea la figura de “copresidente”, que en este caso recaerá en la esposa del tirano, Rosario Murillo, como una manera de garantizar que el poder se mantendrá en manos de la familia en caso de que a Daniel Ortega le ocurra algo. Como si lo anterior no bastara, los “copresidentes” podrán nombrar –sin someterlo al voto popular– a cuantos vicepresidentes quieran, una facultad que según los expertos está pensada para aupar al poder al hijo de la pareja: Laureano Ortega Murillo. Un nada embozado intento de instaurar una dinastía al estilo de la de los Assad en Siria.
Otro cambio que ha levantado una gran indignación es el reconocimiento a escala constitucional de la “policía voluntaria”, que no es otra cosa que la fuerza de choque del sandinismo a cuyos integrantes se les responsabiliza de causar la mayoría de las 355 muertes de manifestantes en las protestas del 2018. De manera extraoficial, ya se sabía que estos colectivos armados operaban bajo las órdenes del sandinismo para infiltrar y reprimir las manifestaciones contra el régimen. Ahora, la dictadura los ha reconocido de manera oficial, burlándose de las víctimas y de sus familias que siguen sin encontrar justicia.
Finalmente, la remozada ley fundamental establece que el aparato estatal puede vigilar a la prensa y a la Iglesia –las dos principales piedras en el zapato de Ortega en los últimos años– para garantizar que no respondan a “intereses extranjeros” (el viejo cuento para reprimir a las voces incómodas) y oficializa el retiro de la nacionalidad nicaragüense a unos 450 opositores tildados por la satrapía de “traición a la patria”.
Con la mira puesta –por razones de amistad histórica y de proximidad geográfica– en Venezuela, muchas veces los peruanos nos olvidamos de que los venezolanos no son los únicos latinoamericanos que sufren la persecución y la represión de una tiranía sangrienta. En cuestión de miserias morales, de hecho, Nicolás Maduro no se diferencia mucho de Daniel Ortega.