(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Carlos Meléndez

El proceso de reconciliación impulsado por el gobierno –en cualquiera de sus modalidades: Gabinete, pacto, diálogo, etc.– es otra farsa más del presidente Kuczynski. Se trata del manoseo político de un término de complejidad filosófica y política, que ha sido columna vertebral de procesos de pacificación en países que han atravesado cruentas guerras civiles y dictaduras. En el caso peruano, se degrada el concepto para justificar un pacto político entre un mandatario acorralado por acusaciones de corrupción, urgido de salvar su banda presidencial, y un ex presidente cuyo pragmatismo nunca ha respondido a valores democráticos. Estamos ante uno de los episodios más infames de nuestra historia.

Concuerdo con quienes señalan que el país necesita políticas de paz, pero también con aquellos que cuestionan por dónde comenzar. En todo caso, la reconciliación implicaría dos niveles: el de los sujetos de la polarización (fujimoristas versus antifujimoristas) y el de los involucrados en la desafección (la clase política y la ciudadanía indiferente). El primero no puede darse sin el segundo, porque solo el retorno de la confianza en la política puede sustentar socialmente las pugnas entre las élites movilizadas.  

El primero no es sencillo, pues los sujetos a entenderse no son partidos políticos. El antifujimorismo carece de organización ideológica y disciplinaria, lo cual imposibilita que los lineamientos y acuerdos de sus dirigencias fluyan hacia sus bases. A su vez, la manifiesta ruptura en Fuerza Popular también descubre la orfandad institucional de la fracción albertista, la cual –esta es la novedad– tampoco es un partido, sino una secta, mientras el keikismo es un partido en ciernes. No es posible el acercamiento político con tanta precariedad, sin mencionar a la facción tecnocrática que ocupa el Ejecutivo. La reconciliación, como lo admite la historia, se procura exitosa solo con partidos.  

La segunda reconciliación es más complicada aun porque, como toda iniciativa política “desde arriba”, cae en el saco roto de la indiferencia ciudadana. Nómbrese como se le nombre –“reconstrucción”, “reconciliación”, “pacificación”–, con desconfianza estos términos pierden sentido y se vuelven inútiles para el futuro. Para las mayorías de peruanos, la “reconciliación” no importa porque la proponen actores deslegitimados.  

¿Es imposible reconciliar al país? No. Solo la consecución ininterrumpida de procesos electorales permitirá ir incorporando, paulatinamente, las disputadas aristas de la memoria colectiva. La agenda de los futuros presidenciables definirá si el “fujimorismo sin Alberto” merece acceder al poder o permanecerá vetado bajo el ejercicio de las reglas de juego democráticas. Un proceso de reconciliación nacional toma décadas. (En Chile, la división política posdictadura sobrevive tras casi 30 años). Por eso suena a burla el abuso del término, indiferente a las víctimas, directas y estructurales, de la violencia que ha dividido al país. Lamentablemente, mi temor más fundado es que antes que reconciliarnos, se impondrá el olvido. La baja politización, la desafección extensa y las élites agresivas –de uno y otro lado– favorecen que en el futuro olvidemos el pasado. La ignorancia es también una forma (mediocre) de paz.