ILUSTRACIÓN: Nadia Santos
ILUSTRACIÓN: Nadia Santos
Lorena Salmón

Antonia me confiesa que quiere tener una casa grande y ficha. Lo primero que sale de mi boca son las siguientes palabras: entonces, tendrás que casarte con un millonario.

Así de brutal, así de natural.

Me doy cuenta inmediatamente de lo que le acabo de decir y me corrijo: perdona, ese no es el mensaje correcto y menos el que quiero darte. Si quieres tener una casa grande y ficha, vas a tener que trabajar muy duro.

Antonia me mira y sonríe, dudosa. Así que le aclaro: lo anterior a eso fue una tontería.

Me quedo pensando el resto del día.

Hace un par de semanas discutía con mi marido acerca de cuál de los dos debería ser el responsable de motivar deportivamente a nuestro hijo. Recuerdo reclamarle, equivocadamente, que esa era su chamba, porque era el papá.

Otra vez, ahí está: un discurso por el que, en la actualidad, feministas del mundo me repudiarían.

¿Qué me pasa? ¿En realidad me creo esas palabras? ¿O no he sido yo –como muchas, si no la mayoría, de madres– la responsable de arrastrar a mis hijos a todas las clases deportivas y actividades extracurriculares a las que se me ha ocurrido matricularlos? ¿No he sido yo la que lleva, trae, recoge y se pelea con ellos cada vez que quieren tirar la toalla?

Que patrones de pensamiento correspondientes al año 50 estén instalados en mi mente es la demostración de que en la realidad siguen vigentes.

Después de que un congresista propusiese que las niñas puedan elegir si quieren ir en falda o no al colegio, los comentarios de indignación no se hicieron esperar. Cómo puede ser posible que una mujer tenga derecho a elegir qué ponerse, cuánto quiere ganar, si quiere o no tener sexo, si quiere o no traer vida al mundo.

Creer que los padres son los que tienen que motivar a los hijos a hacer deporte es igual de estrafalario que obligar a las niñas a vestir de rosado y a los niños de celeste y afianzar en la mente de mi hija la narrativa del cuento de la princesa vulnerable que está en la espera del príncipe para que la salve. Absolutamente fatal.

Hay todavía tanto por hacer.

Tengo que romper con esa idea de que la mujer necesita alguien que la salve. Que equivocadamente me haya encontrado por años en la búsqueda de mi salvador no significa que ahora realmente crea que una mujer necesita de un hombre para sobrevivir a las dificultades de la vida o al día a día.

Tener un hijo a los 23 años sin contar con la presencia del padre, por ejemplo, fue una de las experiencias más aleccionadoras de mi vida: claro que puedes, no solo con esto, sino con lo sea.

Muchas, como yo, buscamos la razón de nuestra felicidad hacia afuera, en personas o cosas que esperamos tener para ahora sí ser felices. A las mujeres nos han hecho creer que necesitamos siempre del macho alfa que nos venga a proteger, que necesitamos de nuestra otra mitad.

Durante mucho tiempo deposité la razón de mi felicidad en los demás, en vez de trabajar en sentirme bien conmigo, conocerme y entender que soy emotiva y sensible, pero que no por ello debo tomarme nada a nivel personal –ustedes tampoco–; que lloro frecuentemente por situaciones aleatorias y no pasa nada; que pierdo el control y me comporto histéricamente (gracias, yoga, cada vez los ataques duran menos); que todavía me falta trabajar en mi confianza –por mucho tiempo me costó valorar mi trabajo–; que debo seguir alimentando mi autoestima (en realidad, este punto deberíamos trabajarlo todos); pero que también soy una mujer con el poder de transformar mi realidad y conseguir lo que quiera.

Si lo hacemos juntas, mejor.
Hagamos la prueba. //

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