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“¡Cuánta gente para ver morir!”: Las últimas palabras de los sentenciados a muerte por guillotina en Francia
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Se trató de una crónica publicada en El Comercio en la edición del 29 de agosto de 1929, donde el diario informaba de varios casos de sentenciados a la guillotina; fue un especial en torno a las “frases finales” que los condenados expresaron a los pies del cadalso. Estas fueron las palabras de los desdichados en los últimos segundos de sus vidas. Desafío, arrepentimiento, miedo y hasta humor sellaron su destino final.
La historia guarda un rincón sombrío para las últimas palabras de los marcados por la ley. No fueron discursos largos ni reflexiones ensayadas, sino exclamaciones fugaces que, lanzadas desde la antesala de la muerte, quedaron resonando como un espejo de la condición humana. Entre la multitud expectante, los reos hallaban una voz última: a veces burlona, a veces desafiante, en ocasiones impregnada de arrepentimiento o resignación.
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Eran frases simples, cortas, pronunciadas con un hilo de voz o con un grito que intentaba imponerse al rumor de la gente. Pero en cada una se dibujaba un retrato: el del hombre que, sabiendo que nada podía salvarlo, elegía cómo despedirse del mundo. Y esas despedidas se transformaron en pequeños testimonios de humanidad en medio de la crudeza del cadalso.

ENTRE LA BRAVURA Y EL DESAFÍO
Gilles, ajusticiado en Caen, al noroeste de Francia, en la región de Normandía, miró a la muchedumbre y exclamó con asombro: “¡Cuánta gente para ver morir!”. Su grito fue menos un lamento y más un retrato del espectáculo en que se había convertido la justicia. Muy distinto fue Leclere, un bandido feroz, que rechazó un trago con la frase: “No necesito estar borracho para mirar la muerte cara a cara”.
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Alliers, en cambio, se despidió con cortesía: agradeció a su abogado y prometió al sacerdote que lo encontraría “allá arriba”. Y el árabe de rostro magnífico que subió al cadalso, en lugar de llorar, saludó con ironía: “Buenos días a todo el mundo”.
En otra celda, Dudet se rebeló al ver abrirse la puerta y gritó: “¡Malhechores, bandidos, asesinos!”. Luego, comprendiendo el sinsentido de su arrebato, empezó a temblar. Su valentía se quebraba frente a la realidad de la cuchilla.

HUMOR AL BORDE DEL ABISMO
Meunier, mientras le recortaban la camisa, se quejó con sarcasmo: “¡Qué desgracia, es nueva!”. Gervais, dirigiéndose al verdugo, pidió cortesía: “Suavemente, señor ejecutor, usted no tiene más seguro que yo”. Y el doctorLa Pommerais, que había envenenado a Madame de Pauw, miró el amanecer y exclamó con melancólica ironía: “Es una lástima morir en un día que prometía ser tan bello”.
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Otros convirtieron el cadalso en un espacio de humor negro. Mureaux, conducido al suplicio, comentó: “Como usted ve, me llevan al propio vicio”. Charton, al enterarse de que al día siguiente era Pascua, dijo que moría “en santidad”. Y Ajeccio, bromeando con sus guardianes, soltó antes de la guillotina: “Ya lo sabía, puesto que ayer estuvimos muy entretenidos”.
En Versalles, Paris, Billon, estrangulador de mujeres, se limitó a exclamar un desconcertante: “¡Y aún así!”. Y Scheidneckanes, verdugo de campesinos, pidió disculpas al ejecutor: “Es la primera vez que soy guillotinado”. Coubat, en Morlaix, comuna situada en Finisterre, región de Bretaña, al noroeste de Francia, lanzó su súplica final: “No me corten los cabellos, bastante tienen con mi cabeza”.

EL ARREPENTIMIENTO QUE LLEGA TARDE
No todos apelaron al sarcasmo. Crampon, invitado a confesarse, dijo no tener nada que contar. Sin embargo, en un extraño gesto, sacó el ojo de vidrio del sacerdote y le dijo que le dejaba un recuerdo. Un anarquista llamado David pidió que se leyera un discurso donde aseguraba haberse convertido a la religión y que ni la tortura ni la muerte lo asustaban.
Otros optaron por admitir culpas. Emonent, en su momento final, declaró: “Lo que me sucede es terrible, pero he merecido mi pena. Muero expiándola”. Rosaire, otro condenado, trató de consolarse con una frase casi filosófica: “Felizmente no morimos sino una vez”.
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El subteniente Anastay, de manera insólita, agradeció al verdugo que lo sujetaba con cuidado: “Gracias”. Mientras tanto, Mazue pidió un cigarrillo a su abogado, pero enseguida lo rechazó al recordar que no tendría tiempo de fumarlo.
EL MIEDO Y EL SILENCIO
El miedo también tuvo su voz. Ribot, apenas con 17 años, suplicó al verdugo que enviara un adiós a su madre. Troppmann temblaba sin cesar y sus dientes castañeaban al compás de la multitud expectante. Pray, en un gesto desesperado, pidió brújula y cloroformo para escapar; cuando se lo negaron, rogó ácido prúsico para morir antes de que la guillotina hiciera su trabajo.

Otros callaron. Pachowski, un polaco, permaneció en silencio absoluto, como embrutecido por el terror. Verger, quien había matado a un obispo, solo alcanzó a gritar un “¡No!”. Leibicus, con voz serena, dijo: “Adiós, los hombres”. Y Vachel, matador de pastores, dejó como legado: “La justicia ha sido cumplida”.
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En ese contraste de voces y silencios se revelaba la fragilidad humana: la valentía impostada, el humor como refugio, la súplica de un muchacho y la resignación seca de quienes no encontraron nada más que decir.
ECOS QUE PERMANECEN
El alemán Hinte aceptó su destino con un “Vamos, estaba escrito”. Y un anciano de 73 años, condenado por asesinar a su yerno, pronunció una paradoja estremecedora: “Hoy es el más bello día de mi vida. Había necesidad de que cumpliera 73 años para saberlo, y estaba al lado de la guillotina”.

Vergous, culpable del asesinato de su padre, protestó hasta el último instante: “Fuimos tres los que cometimos el crimen. Se me ejecuta solo a mí. Es una injusticia”. Y aunque sabía que su grito no salvaría su vida, quiso dejar constancia de que la justicia también podía ser injusta.
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Así, con nombres y voces propias, aquellos ajusticiados dejaron un rastro imborrable. Entre el sarcasmo y la súplica, entre el silencio y la protesta, su eco aún nos habla de la condición humana en el umbral de la nada.
GUILLOTINA: EL FIN DEL ESPECTÁCULO
Desde 1792, tres años después del inicio de la Revolución Francesa, la guillotina se había convertido en un ritual de masas. Ideada por Joseph Guillotin y perfeccionada por el cirujano Antoine Louis, prometía rapidez y menor sufrimiento. Durante más de un siglo, miles de parisinos acudieron al cadalso como si fuese un espectáculo.

Todo cambió el 17 de junio de 1939, cuando Eugen Weidmann, de 31 años, un criminal y asesino en serie alemán, siendo la última ejecución pública en Francia, fue ejecutado en Versalles ante una multitud desbordada que reía y fotografiaba la escena. El escándalo llevó al presidente Albert Lebrun a prohibir de inmediato las ejecuciones públicas.
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Desde entonces, la guillotina funcionó en secreto, solo con testigos oficiales, hasta el 10 de septiembre de 1977, en que Hamida Djandoubi, de 27 años, un inmigrante de origen tunecino, fue guillotinado en la Prisión de Baumettes (Marsella) por la tortura y asesinato de Elisabeth Bousquet, su exnovia.
Poco después, el 9 de octubre de 1981, durante el gobierno de François Mitterrand, la pena de muerte fue abolida en Francia. La hoja dejó de caer, pero su eco aún resuena en la memoria colectiva.











