(Ilustración: Víctor Aguilar)
(Ilustración: Víctor Aguilar)
Luis Nieto Degregori

Estos días que recordamos doscientos años del desembarco de la Expedición Libertadora en Paracas, una imagen que se nos grabó desde niños ha vuelto a la mente de millones de peruanos: la de San Martín soñando con nuestra bicolor. Es cierto que fue en Pisco donde el libertador promulgó el decreto que creaba el símbolo patrio, pero también lo es que acciones del mismo período que serían más gravitantes para el futuro del Perú casi no han dejado huella en el imaginario nacional.

Me refiero, por ejemplo, a las instrucciones que el senado de Chile había entregado a los expedicionarios para guiar su actuación y que contemplaban asuntos como la redacción de una Constitución provisional que debería conciliar “el nuevo sistema liberal con las antiguas costumbres” o que, en relación a los indios, mandaban que fuesen “aliviados, en cuanto fuese posible, de las graves pensiones con que los oprimía el sistema español”.

Además pues de las cuestiones bélicas, las principales preocupaciones de San Martín giraban en torno al tipo de gobierno que se debía formar en suelo peruano y a qué clase de nación construir. Sin embargo, cuando Abraham Valdelomar escribió su breve relato “El sueño de la bandera” relegó a un segundo plano, quizás sin proponérselo, estos asuntos capitales y eso a pesar de que hasta en tres oportunidades hace hincapié en que el libertador soñaba también con “un gran país, ordenado, libre, laborioso y patriota.”

Si me he referido a esa imagen de San Martín recostado a la sombra de una palmera que ha echado raíces tan hondas en el corazón de los peruanos es porque muestra la fuerza que tienen las narrativas de nación y la importancia de construirlas, con mayor razón en las circunstancias actuales, cuando la rememoración de las gestas independentistas nos pone en la obligación de sopesar lo avanzado en doscientos años de vida republicana para afrontar al mismo tiempo los retos más urgentes que nos depara el futuro.

Tras la derrota en la Guerra del Pacífico y sobre todo a inicios del siglo XX surgen las primeras narrativas de nación capaces de movilizar no solo corazones sino también voluntades políticas. Así, por citar los casos más relevantes, José Carlos Mariátegui, después de señalar como principales obstáculos a vencer el problema del indio y el de la tierra, lanza una prédica socialista que dará nacimiento a diversos partidos de izquierda. Y Víctor Raúl Haya de la Torre, con su discurso indoamericano, formará el APRA. Ambas propuestas darán sus mayores frutos hacia 1979 cuando la Asamblea Constituyente otorgue el derecho a voto a los analfabetos, lo que en la práctica significa que millones de indios se convierten recién, siglo y medio después de la Independencia, en ciudadanos con derecho a elegir.

Con el declinar del siglo, asistimos al agotamiento de ambos proyectos, el mariateguista y el aprista. Resulta decisivo para ello, en el primer caso, el fanatismo y la exacerbación ideológica de Sendero Luminoso, que tiñe con la sangre de miles de inocentes, en su mayoría indígenas, el ideal socialista y, en el segundo, la llegada al gobierno del joven político Alan García, quien no solo sume al país en una de sus más graves crisis en lo social y económico, sino que además terminó de socavar la legitimidad de los partidos políticos.

Casi al mismo tiempo, sin embargo, empezó a cuajar la propuesta utópica arguediana de un Perú de todas las sangres, sustentada por la trayectoria personal de alguien que dedicó su vida a exaltar los valores de las culturas indígenas y mestizas, aunque también por la figura de Rendón Willka, ese personaje que tras su acción liberadora de los indios oprimidos proclama: “¡Hemos conocido la patria al fin!”

El proyecto utópico arguediano, no obstante, está activo solo en nuestra dinámica social pero no ha sido enarbolado por ningún movimiento político. De allí la pertinencia del Diálogo por el Perú que el Proyecto Bicentenario promoverá hasta julio del 2021 con miras a alcanzar consensos para sentar las bases de una verdadera república de ciudadanos y, al mismo tiempo, promover rutas de acción para hacer del Perú el país que todos imaginamos. ¡Está claro que sin este proyecto de nación seguiremos avanzando a tientas, sin una brújula que nos señale el norte!