(Ilustración: Víctor Aguilar)
(Ilustración: Víctor Aguilar)
Denise Ledgard

Cada vez que algo anda mal en la esfera pública, los ciudadanos nos preguntamos qué va a hacer el Estado al respecto. Nos indignamos en las redes, a veces hasta salimos a las calles. Pero cuando escuchamos los audios en los que nuestros magistrados (supremos) del Consejo Nacional de la Magistratura (CNM) muestran tanta bajeza, no podemos evitar pensar –aunque no queramos– que lo mejor sería que el Estado ni intervenga.

El presidente exige la remoción de sus integrantes y, sin embargo, si revisamos nuestra Constitución, constatamos lo que rogábamos no encontrar: le corresponde al Congreso remover a los malos integrantes del CNM. Solo nos queda mirar hacia el Cristo de Odebrecht, apagar la tele y tomarnos una valeriana. Y es que no confiamos en el Estado, y este tampoco confía en nosotros.

Esa falta de confianza hace que nuestras instituciones públicas carezcan de legitimidad. La creencia en ellas está marcada por qué tan eficientemente cumplen su papel en la provisión de servicios y en cómo actúan sus autoridades. El Perú, según el Barómetro de las Américas (2016), es el país con la más baja confianza del continente en su sistema de justicia (34/100), en sus gobiernos locales (36,6/100), en su Congreso (27,4/100) y en sus partidos políticos (24,7/100). No debería sorprendernos, entonces, que tengamos el segundo promedio más alto de aprobación de la justicia por cuenta propia en el continente, o que un 73% de nuestra PEA sea informal.

Pareciera, asimismo, que tuviésemos un Estado que no está diseñado para resolver nuestros problemas públicos: ausente para la mayoría cuando de proveer servicios básicos o proteger sus derechos se trata. Peor aun, al estar plagado de prácticas corruptas, nuestras instituciones pueden convertirse también en la causa de nuestros mayores desastres. No es poca cosa tener implicados en actos delictivos a ex presidentes, gobernadores regionales, ex ministros y funcionarios de los últimos tres gobiernos.

Ante este escenario, ¿cómo seguir apostando por un sistema estatal tan débil, ineficiente y corrupto? La reforma del Estado se cae de madura, pero las tímidas iniciativas llevadas a cabo parecen no haber identificado el verdadero problema. Como sostiene el politólogo Alberto Vergara, el modelo de la modernización por la vía económica relegando a los ciudadanos y sus decisiones políticas ya no da más. Es decir, seguir invirtiendo en este modelo no va a cambiar las cosas de fondo y puede, por el contrario, resultar perjudicial. (Fernando Vivas lo dijo en este mismo Diario: “antes que destrabar tramitología, destrabémonos la moral, el corazón, las entrañas”).

Lo ocurrido en estas últimas semanas es muestra de que el Estado está muy enfermo y de que no puede automedicarse. Es la sociedad civil la que está obligándolo a actuar. Ahora –mal que bien– tenemos una nueva comisión de reforma del Poder Judicial (con integrantes probos), un juez supremo preso, otro suspendido, el ministro de Justicia afuera, y aceptada la renuncia de un oscuro consejero del CNM. Ello, a pesar de nuestro Congreso, no gracias a él.

¿Quién va a querer trabajar en el Estado? La excelencia no está relacionada con la labor del funcionario, despreciamos el interés por lo público frente a lo privado. No obstante, somos muchos los que apostamos por trabajar en el sector público en algún momento y nos educamos para ello, con la convicción de que los cambios solo pueden hacerse desde adentro. Pero la enfermedad es demasiado agresiva y seguimos sin encontrar la cura. Seguimos con instituciones públicas que parecen congeladas en el tiempo, en abandono y en total desconexión con los ciudadanos, sus demandas y sus aspiraciones. Nos encontramos en una sociedad que sigue regida por las leyes de la selva, donde solo el que puede se salva a costa del resto.

Es que así como un enfermo requiere un buen diagnóstico y un doctor para sanarse, el Estado necesita reconocer sus verdaderos problemas y que todos nos involucremos críticamente como ciudadanos participantes en la esfera pública. Porque el Estado, como dice la escritora Virginie Despentes en “Teoría King Kong”, es un cuerpo colectivo que funciona como uno individual: si el sistema es neurótico, engendrará estructuras autodestructivas. El poder que otorga un Estado infectado es forzosamente sospechoso. No perdamos la viada, no dejemos que la cura resulte peor que la enfermedad.