La desigualdad, por Richard Webb
La desigualdad, por Richard Webb
Richard Webb

Según el historiador el éxito de la raza humana se debe al chisme. El chismorreo, dice en su libro “Sapiens”, nos permite conocernos como individuos, saber entonces en quién confiar y para qué, y, finalmente, colaborar con eficiencia. Ciertamente no somos la única especie que sabe cooperar. Cada hormiga en el hormiguero y cada abeja en la colmena tienen funciones específicas. Pero solo la humanidad ha logrado una tecnología de comunicación y de descubrimiento personal mutuo que nos permite multiplicar la frecuencia y la variedad de la colaboración.

Nuestra historia celebra la colaboración y el trabajo solidario cuando explicamos el éxito de las civilizaciones prehispánicas del Perú. Celebramos además la comunidad rural, que sería la clave para la sobrevivencia casi heroica en las condiciones extremadamente difíciles de nuestro interior. Incluso, se atribuye el éxito de los campesinos migrantes a la urbe, al capital social o capacidad para colaborar que habrían traído desde sus tierras a la ciudad. Pero, a pesar de ese acervo de capital social, hoy lamentamos –casi sin parar– un aparente déficit de confianza, de solidaridad y de cooperación, tanto en el sector público como en la actividad privada. ¿Adónde se fue, entonces, esa herencia colaborativa?

Si se trata de algo que efectivamente existía, la desaparición no ha sido reciente. En el campo, hace casi medio siglo, las haciendas del Perú fueron convertidas por la reforma agraria en cooperativas y en otras formas asociativas de empresa agrícola para ser trabajadas en forma colaborativa. Hoy, la gran mayoría de esas cooperativas ha sido parcelada y sus tierras son trabajadas en forma individual. Cuando indagamos acerca de casos específicos de parcelación, lo que más escuchamos son expresiones de desconfianza mutua y acusaciones de deshonestidad. ¿Adónde se fue la solidaridad? En la ciudad campea más bien el ventajismo particular, y la falta de responsabilidad social se refleja en las construcciones, el tráfico, los negocios, el manejo de la basura y en el incumplimiento de normas municipales, laborales y fiscales.

Quizás la paradoja más grande es que hoy, como nunca antes, vivimos una explosión del chismorreo. La nueva omnipresencia del televisor, del celular y del Internet ha multiplicado el contacto entre personas y el acceso a información acerca de la vida de los otros. Más aún, gran parte de las inhibiciones acerca de lo que se podía decir públicamente ha desaparecido. Vivimos una nueva realidad de conversación pública desenfrenada que, según la teoría del chismorreo de Harari, debería estar sirviendo de impulso para multiplicar la colaboración y acelerar el desarrollo, cuando toda la evidencia parece indicar más bien lo opuesto. Y, más que facilitar la cooperación y el avance social, mi impresión es que la detonación chismosa que estamos viviendo está produciendo un aumento en la desconfianza y en la conflictividad social, trabando la cooperación económica y política.

Para explicar esa aparente contradicción debemos recordar lo inusual que ha sido el último siglo en el país. Casi podría decirse que el Perú de hoy ha sido creado en ese lapso. Hace un siglo éramos una nación de apenas tres millones de habitantes y de ultrapobreza: hoy somos treinta millones, y nuestro ingreso promedio por persona ha crecido diez veces. Hoy, el distrito de San Juan de Lurigancho tiene más población que todas las ciudades peruanas de hace un siglo, cuando casi todo peruano vivía aislado en pequeñísimos centros de población en el campo, sin saber de la vida de los otros peruanos. Hace un siglo éramos dos regiones. Hoy, con la incorporación de la selva en la vida nacional somos tres y, en gran mayoría, venimos creando una nueva forma de vivir, en ciudades.

Ese contexto de cambio vertiginoso ha implicado cambios y adaptaciones sin precedentes para los peruanos, en su lugar de residencia, ocupación, nivel de educación, salud (en promedio hoy vivimos el doble de años) y, en especial, en su contacto con otros. Si hace cien años la mayoría de los peruanos vivía en contacto con una o pocas decenas de personas, hoy su vida lo obliga a conocer e interactuar con cientos o miles de personas, multiplicando la necesidad del chismorreo. Una forma de entender los problemas actuales de desconfianza y de falta de cooperación es darnos cuenta de esa septuplicación de la tarea de conocernos.