Autoridades buscan que las mujeres que denuncian agresión obtengan las garantías de inmediato. (Foto: GEC)
Autoridades buscan que las mujeres que denuncian agresión obtengan las garantías de inmediato. (Foto: GEC)
Carmen McEvoy

Enero fue otro mes sangriento para nosotras las mujeres. Hace algunos días una niña de 7 años fue violada y empalada. Regresó a su casa desangrándose y falleció horas después en un hospital de Huánuco. Unos días antes Getsi Naro Siquihua arrojó gasolina y le prendió fuego a su pareja Melania Huaytán Dahua en presencia de su hijo menor tras sostener una discusión. Roxana Maribel Mendoza Torres fue hallada dentro de un costal en su vivienda en el distrito de Carmen Alto. El presunto asesino, Yoel Parhuana Ayala, la ahorcó con un cable y huyó. Sobre los dos cuerpos de madre e hijo, hallados en sendas bolsas en un descampado de Lima, no se sabe a ciencia cierta la causa de sus muertes pero resulta evidente que fue otro acto de extrema crueldad que, como los anteriores, inauguró el 2019. A pesar de que el Ejecutivo aprobó hace pocos meses un protocolo para uniformizar los criterios de atención a víctimas de violencia en centros de emergencia mujer (CEM) y en comisarías especializadas en violencia familiar, en lo que va del año diez mujeres han sido asesinadas, sin contar a ese angelito de Huánuco, que tenía un año menos que mi nieta Emma.

Perú, país “dulce y cruel” dijo alguna vez Jorge Basadre y es bueno tener presente esa estremecedora dicotomía, especialmente cuando nos ensimismamos en nuestra celebración de la vida, en la cual nuestra cocina se ha convertido en una verdadera obsesión. Volver a la lúcida mirada basadriana, que señala las luces sin olvidar las terribles sombras que nos envuelven, obliga a reflexionar en el elemento perverso que hoy, desafortunadamente, domina la política, las redes sociales y la vida de miles de mujeres peruanas, violadas, abaleadas, acuchilladas, envenenadas y maltratadas un día sí y el otro también. La guerra que nos declaró la banda delincuencial encabezada por el terrorista Abimael Guzmán definitivamente dejó una huella en nuestra manera de relacionarnos. Ciertamente, no es difícil ir perdiendo la sensibilidad –como sociedad– cuando eres bombardeado con imágenes de burros y perros bombas o de cuerpos humanos luego de ser ajusticiados como lo fueron los miles de compatriotas que engrosaron la lista de inocentes que quedaron regados, muchos de ellos mutilados, a lo largo y ancho del Perú. Sin embargo, Hugo Neira, nos ha recordado sobre el odio y la crueldad fundacional que subyace a nuestra historia y que demanda un esfuerzo de reconocimiento honesto, especialmente ahora que estamos ad portas de nuestro bicentenario. Pienso, en especial, en esa imagen espantosa que trae Neira a la memoria: la de las mujeres de Huáscar cuyos hijos les fueron arrancados de sus vientres, por orden de su hermano, Atahualpa, para desaparecer de raíz la simiente enemiga.

La crueldad (lat. crudelitas, de la familia de cruentus, “sangriento”) se define como la pasión por la cual un ser humano es capaz de infligir daño o sentir placer ante el sufrimiento ajeno, sin siquiera conmoverse. La crueldad, dicen los expertos en el tema, no es por tanto únicamente la pasión del goce ante el dolor del otro, sino la indiferencia e insensibilidad ante él. Por otro lado, la crueldad se nutre del poder de dominio y sometimiento sobre el prójimo, cuya fragilidad queda a merced de su verdugo. De esa manera, el otro se convierte, de acuerdo a Ana Carrasco Conde, “en el lugar de goce, en el espacio en el que el sujeto prueba sus fuerzas no porque cosifique a su víctima, sino porque, considerándolo inicialmente como un semejante, como un límite que no debe ser rebasado, procede a una degradación del mismo al ejercer su potencia sobre él y cruzar el límite porque puede hacerlo”.

No es necesario dar ejemplos de actos de extrema crueldad contra el contrincante político porque ello ha marcado y sigue marcando nuestra compleja historia republicana. Lo que sí es importante recordar es que en el Perú la historia se encarga de saldar las cuentas y colocar en su lugar a los que se creían todopoderosos y gozaron exhibiendo su engañosa omnipotencia. Para mí lo más preocupante es la normalización del abuso (físico y psicológico), además de esa ausencia de empatía que parece estar definiendo las relaciones entre peruanos. La indiferencia ante el dolor ajeno que, desde hace varias décadas, marca nuestra cotidianeidad. Hace algunos días estaba en la playa y escuché a un grupo de niños diciendo “esos cangrejitos están vivos, hay que matarlos” y me conmovió. Porque, aunque parezca un comentario tonto, dice mucho de una falta de respeto ante la vida que va germinando desde la infancia. “¿Por qué quieren matarlos si ellos viven felices sin molestar a nadie?”, les dije. “Porque no me gustan”, me respondió uno de ellos.

Me da rabia y pena pensar en esa otra niña que no tuvo tiempo de jugar en la playa y decidir qué hacer con los cangrejitos. Aquella de 7 añitos que nació en Huánuco donde fue violada y asesinada porque un desalmado decidió arrancarle la vida y la inocencia. Es cierto que en vísperas del bicentenario debemos pensar en un edificio para nuestro Archivo Nacional, en remodelar nuestros monumentos históricos paradigmáticos, discutir sobre las Cortes de Cádiz o la expedición libertadora. Pero creo que también debemos empezar a enfrentar nuestros demonios, entre ellos la crueldad, el encono y el rencor que nos devora y que detendrá, si no los combatimos a tiempo, cualquier esfuerzo de progreso y desarrollo sostenible.