(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Luis Millones

En el inicio de la década de 1960, los estudios de historia y antropología tomaron especial predilección por las expresiones religiosas de la población indígena. En documentos se buscó con pasión lo que aparecía con el nombre de “idolatrías”, y desde el ángulo antropológico se privilegió la tradición oral en busca de raíces precolombinas.

En ambas disciplinas, que finalmente terminaron alimentándose mutuamente, se buscaba suplir (con una tercera disciplina que tomó el nombre de etnohistoria) la falta de información precolombina.
Lo que esta febril búsqueda dejó de lado fue la presencia europea en las religiones americanas. Nuestra preocupación se centró en el discurso de la Iglesia Católica a través de sus oficiales. Buscamos en los textos y voces de los doctrineros aquellas ideas que podrían haber penetrado en la conciencia indígena. Sabíamos que desde las bulas de Alejandro VI (Rodrigo Borgia), el requisito de poder político sobre las Indias tenía la necesaria tarea de cristianizar. En consecuencia, la evangelización se convirtió en el gran tema de esos años.

El desarrollo de estas perspectivas académicas trajo consigo el arrinconamiento de los estudios que bajo el nombre de “folklore” cubrían un amplísimo panorama de investigaciones. Habían sido llevadas a cabo lejos de la capital, por intelectuales que a lo largo y ancho del país reconocieron que había que producir y recoger las manifestaciones musicales, poéticas, dramáticas y narrativas que daban cuenta de la cultura de su tierra.

Habiendo estado lejos de este quehacer, el nuevo desarrollo de las llamadas ciencias sociales (donde se inscribían la antropología, la historia y la etnohistoria) recibió el empuje de profesores del exterior, de rápida aceptación en las universidades limeñas de aquella época.

Los avances logrados hasta 1980 fueron importantes. Luego, la guerra interna sometió a las ciencias sociales (y ahora incluyo a todas las que se suelen calificar con este título) a un notorio estancamiento, generado por el desconcierto de la clase intelectual, la fuga de los jóvenes peruanos a universidades extranjeras y al retraimiento de la ayuda exterior.

En respuesta a esa circunstancia –que aún nos afecta– es necesario enfocar los temas mencionados con una mirada más abierta. La preocupación por lo indígena dejó poco espacio al conocimiento de Europa y a la historia de España. Una manera de acercarse a nuestros errores de aquellas décadas (1960 y 1970) es volver al tema de la evangelización. A las Américas no llegaron solo sacerdotes. Al contrario, siempre fueron un mínimo porcentaje en las expediciones de descubrimiento y conquista. Y si bien crecieron en número desde mediados del siglo XVII, su presencia fue solo visible en las capitales de los virreinatos y algunas ciudades importantes.

La especialización iniciada en la década de 1970 no solo dejó de lado el desarrollo del folklore. Olvidó que cada europeo que llegaba a América, además de su profesión o falta de ella, era un universo de creencias religiosas que no necesariamente seguían el canon eclesiástico.

Nos toca echar miradas esclarecedoras sobre los sistemas de creencias no solo pensando en la península ibérica. Hay que reflexionar sobre las tradiciones regionales de España, cuya personalidad cultural es notable, y que transitaron a América, como parte del equipaje de los viajeros que llegaban a estas tierras.

Mirando los Andes desde esta perspectiva, no es extraño que como parte de lo que se suele llamar religión popular, encontremos tradiciones que consideramos nativas, y que sin embargo tienen una larga historia en el continente europeo. No es imposible que existan desarrollos paralelos, pero los ejemplos de contaminación cultural que se van descubriendo nos ponen al tanto del descuido en que incurrieron las mencionadas disciplinas. Por ejemplo, se sabe que el personaje conocido como pishtaco, al que se le atribuye la captura y el asesinato de personas (algunas veces a través de un sueño inducido a la víctima) para sacar la grasa de los cuerpos y comercializarla, apareció desde la Edad Media en España. Era conocido el sacamanteca, que atacaba a mujeres y niños para sacarles la grasa y fabricar jabones o ungüentos que luego distribuía o usaba. ¿Hay algún parentesco entre estos personajes?

Otro ejemplo son las almas en pena de España, por un lado, y los condenados andinos por el otro. En ambos casos, se trata de personas que regresaban del más allá por alguna tarea, deuda o compromiso que dejaron pendiente. Así, mientras el universo de los condenados es mucho más vasto en motivaciones, características físicas y capacidad de redención, y se mantiene vivo en la mentalidad andina, el alma en pena española va desapareciendo. ¿Es posible que uno sea antecedente del otro?

Finalmente, transcribo un relato de Mateo Garriaso que José María Arguedas recogió en Puquio: “Dado que los difuntos van al Coropuna, en su cima hay una gran cruz de acero, al lado de la puerta que los llevará a la tierra de los muertos y es San Francisco quien cuida la puerta. Cierta vez, en un hogar feliz, acaeció la muerte de la esposa. El hombre no pudo consolarse y decidió ir al Coropuna, subió hasta la cima e imploró a San Francisco que le devolviera a su mujer. Lloró tanto que San Francisco accedió. Pero no le entregó a su esposa. Le dio un carrizo y le dijo que lo llevara con cuidado y sin abrirlo, porque adentro estaba ella. Que ya en su pueblo cortara el carrizo y que su mujer se le aparecería. Pero el hombre no pudo contenerse y en el camino abrió el carrizo. Del interior voló la mosca de la muerte y desde entonces los hombres, una vez muertos, ya no regresan”.

Según Garriaso, lo sucedido resultó favorable a la humanidad, ya que si volviesen todos los muertos no habría forma de alimentarlos.

Hasta cierta parte del relato, podríamos ser sorprendidos por la similitud con el mito de Orfeo. La conclusión le quita cualquier aliento de tragedia griega, sin que deje de divertirnos el papel de Cancerbero que hace de San Francisco de Asís. Aunque esta presencia en el mito arequipeño ya es un motivo más para otra investigación que nos queda pendiente.