
Emilia, mi hija menor, acaba de cumplir un año. Ayer, mientras la contemplaba soplar la solitaria vela de su torta –con la ayuda de Julieta, su hermana seis años mayor–, me evadí mentalmente de la escena familiar y comencé a repasar imágenes sueltas de los últimos doce meses, sus primeros doce meses de existencia. Entonces vi a Emilia recién nacida, no más grande que una muñeca, envuelta en una sábana azul, con una pulsera de identificación en un tobillo, mirando a su alrededor con esa mezcla de inquietud y desconcierto con que una criatura de la naturaleza se asoma a su nuevo entorno después de una larga migración.
Y la vi, con solo tres meses de vida, entubada en la cama del área de pediatría del hospital donde pasó tres noches larguísimas, internada por una afección respiratoria.
También la vi, en mis brazos –yo de pie sobre una balanza por órdenes de mi esposa– para medir la irregular evolución de su peso.
Y, claro, la vi enganchada al pecho de su mamá en tantos lugares –mecedoras, sofás, sillas de restaurantes, bancas de parque, butacas de cine, asientos de avión–, alimentándose con la voracidad de un ternero.
Y la vi pasar de la sonrisa por reflejo a la sonrisa social, y luego a esa risa consciente que más tarde se convirtió en la carcajada con que hoy celebra, por ejemplo, el saludo de los transeúntes y los pasajeros del Metro.
La vi despertándose de madrugada, primero cada dos horas, luego cada tres, cada cuatro, hasta alcanzar la estabilidad que hoy le (y nos) permite tener sesiones de sueño un poco más prolongadas.
El ruido del papel regalo rasgado sin piedad rompió el hechizo y me trajo de regreso al presente, y entonces me di cuenta de que Julieta estaba más animada con el cumpleaños que la propia festejada. Quizá entendía mejor el significado del momento y por eso rompía con avidez la envoltura de los regalos de Emilia, y le explicaba cómo usarlos. Comprendí de golpe que también Julieta estaba celebrando algo: su primer aniversario de hermana mayor. Porque si a alguien le ha cambiado la vida radicalmente en esta casa, es a ella: desde hace un año convive con una bebé que la admira, que aplaude apenas la ve levantarse, que coge con torpeza sus crayolas y cartucheras solo por imitarla, y que se roba la atención de sus amigas a la salida del colegio.
Ver a Julieta abrir los regalos de Emilia me hizo recordar la noche de noviembre del 2023 en que le contamos que iba a tener una hermana; su rostro se iluminó como nunca antes y desde ese momento lo único que hizo fue preguntar cuánto tiempo faltaba para que naciera la bebé.
Ser padres de dos niñas es fascinante y, sí, también agotador. Las fotos que compartimos en las redes solo muestran los momentos felices, estelares e instagrameables de este primer año, pero sin ayuda familiar –y en mi caso, con casi cincuenta años encima–, la crianza deja como saldo paralelo otras imágenes, otras ‘fotos’ inolvidables que nadie capturó: los desvelos por un sueño interrumpido; las madrugadas de angustia por una tos que nunca acaba; las montañas de ropa por lavar (o por secar, o por planchar, o por guardar); el caos reinante en la cocina; las flores que se mueren porque se te olvidó regarlas; la fruta que se malogra porque se te olvidó comerla; y desde luego, la postergación absoluta de esas actividades personales cuya prioridad jamás habrías puesto en duda en el pasado.
Todo ese repertorio de quejas, sin embargo, estalla como una burbuja de jabón cuando ves a tu hija gatear hasta tu posición y buscarte con una mirada inquisitiva; o cuando te enseña los primeros dientes de leche que le nacieron en las encías; o como cuando se lanza a tus brazos desde el bordillo de la piscina durante las clases de natación; o cuando reúne el aire suficiente para decir «mamá» o «papá», o para apagar la vela de la torta sin mayor apremio, con la misma serenidad con que, un año atrás, hizo su sigilosa aparición en este mundo.
(--------)