Camila Egusquiza Torres

Las estructuras de dominación rara vez necesitan mostrarse explícitas. Su eficacia radica en su invisibilidad, en la sutileza con la que moldean nuestras interacciones diarias. No es la ley, sino la costumbre; no es la prohibición abierta, sino la expectativa implícita. En mi tiempo trabajando con mujeres en programas de impacto social sostenible, he presenciado cómo las desigualdades de género no operan únicamente a través de la violencia evidente o la discriminación directa, sino a través de patrones sutiles que regulan quién habla, quién interrumpe, quién ocupa los espacios de decisión y bajo qué condiciones.

Pierre Bourdieu hablaba del habitus, esa estructura mental inconsciente que nos dicta cómo comportarnos en el mundo. En el caso de las mujeres, el habitus patriarcal impone un modo de habitar los espacios con cautela: hablar sin ser demasiado enfáticas, liderar sin incomodar, opinar sin desafiar. El micromachismo no es un exceso, sino un mecanismo que refuerza ese habitus. La mujer que es interrumpida en una reunión no solo pierde su turno de palabra; pierde autoridad simbólica. La que necesita repetir su idea para ser escuchada no solo enfrenta un obstáculo en la comunicación, sino un silenciamiento estructural. Y la que debe modular su tono para no parecer “mandona” está siendo instruida, una vez más, en la domesticación de su voz.

Desde la psicología social, el efecto acumulativo de estos gestos tiene un impacto profundo en la construcción del yo. La teoría de la amenaza del estereotipo (Steele & Aronson, 1995) demuestra cómo la percepción de un prejuicio puede afectar el desempeño de una persona en entornos de evaluación. Si una mujer sabe que su firmeza será interpretada como agresividad, modificará su conducta para encajar en los parámetros aceptados. No es solo una cuestión de percepción individual, sino una adaptación a un entorno diseñado para cuestionar su legitimidad.

Pero la cultura no es un monolito inamovible. Si bien estas estructuras han sido interiorizadas, también pueden ser desafiadas. Las iniciativas de co-liderazgo y visibilización del talento femenino no son simples políticas inclusivas; son estrategias de redistribución del poder. En este sentido, la transformación de las masculinidades no es una concesión, sino una necesidad. Un liderazgo que no se construya sobre la voz única del hombre, sino en una pluralidad de perspectivas, es un liderazgo más legítimo y efectivo.

El 8 de marzo no puede reducirse a una conmemoración vacía. Si realmente queremos hablar de equidad, esto implica preguntarnos no solo cuántas mujeres hay en la sala, sino en qué términos se les permite estar allí. Porque si la estructura sigue intacta, la inclusión no es más que otra forma de exclusión disfrazada.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Camila Egusquiza Torres es estudiante de Derecho en la Universidad de Lima

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