
Escucho con frecuencia a colegas expertos en gestión de talento hablar sobre lo costoso que puede ser equivocarse al contratar a un gerente general. El cálculo es claro: un mal líder puede hacerle perder a una empresa más de un año en crecimiento, resultados, cultura y motivación. Pero si ese es el impacto en una organización, el error en elegir mal a quien lidera un país no se mide en trimestres ni en cifras, sino en décadas de retroceso y oportunidades desperdiciadas.
Un mal líder no tiene visión ni estrategia ni sentido de servicio. No sabe formar equipos ni liderarlos. No escucha, no construye, no inspira. Navega sin timón, improvisa, impone, divide, debilita. Ante la dificultad, se victimiza, elude responsabilidades o se esconde. No toma decisiones valientes ni actúa con propósito. Según Harvard Business Review, los equipos mal liderados pueden rendir hasta un 50% menos y tener tasas de rotación hasta un 48% mayores. Gallup estima que los empleados desmotivados –a menudo resultado directo del mal liderazgo– generan pérdidas equivalentes al 9% del PBI mundial. No son percepciones: son hechos.
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El impacto humano es aún más doloroso. Se deteriora la confianza, se pierden los valores compartidos, y la gente se desmotiva y apaga emocionalmente. En una empresa eso es grave; en una nación, es devastador. Porque lo que está en juego ya no es solo el desempeño: es el tejido social, la esperanza, el alma colectiva.
Un buen líder inspira respeto desde la coherencia. No necesita manipular ni imponer. No genera temor, genera confianza. Liderar es servir no mandar. Es guiar con el ejemplo. Es construir una visión que incluya a todos, no una agenda personal que excluya y divida. Es actuar con integridad incluso cuando nadie observa. Pero muchos llegan al poder sin preparación, sin formación, sin conciencia, sin ética. Confunden popularidad con liderazgo, y presencia con sustancia. Llegan sin haberse entrenado ni comprendido lo que verdaderamente significa liderar. Creen que basta con ocupar el cargo, cuando lo esencial es asumir la responsabilidad con competencia y humildad.
Lo que queda muy claro es que elegir mal a quien lidera no es solo un error. Es una amenaza estructural. Y, sin embargo, lo seguimos haciendo. Votamos por carisma, por rabia, por eslóganes vacíos. Elegimos emocionalmente, sin analizar si esa persona tiene la capacidad, el perfil profesional y humano, el carácter, los valores y la visión necesaria para liderar y guiar a otros con responsabilidad y propósito.
Este mensaje es una voz de alarma, porque no da lo mismo quién esté al mando. Porque una empresa sin liderazgo se estanca, pero en un país el costo de equivocarnos hoy puede hipotecar nuestro mañana. Los pueblos –como las organizaciones– no se destruyen solos. Los destruyen los malos liderazgos. Elegir bien a nuestros líderes no es opcional. Es urgente. Es vital. Es la forma de proteger el futuro. Y porque el costo de equivocarnos, esta vez, puede ser simplemente irreversible.