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Arte republicano: un siglo en cuatro imágenes - 3
Jorge Paredes Laos

— I —
La ropa es pulquérrima. La camisa ceñida, el saco y el pantalón blancos refulgen sobre la piel oscura del personaje. Sus grandes ojos negros de mirada inexpresiva, sus pómulos prominentes y la nariz afilada contrastan con su inmaculado atuendo. En la mano derecha lleva los papeles que lo condujeron al sacrificio y, en el fondo, podemos ver una campiña con ligeras caídas de agua. Lo más destacado: una cinta volante roja que exhibe en grandes letras el nombre del retratado. Esta pintura, que representa a José Olaya, el pescador chorrillano fusilado por los españoles por llevar mensajes a los patriotas, fue obra del artista mulato José Gil de Castro. La realizó en 1828, cinco años después de la muerte del héroe. El caso de Gil de Castro es paradigmático: nacido en Lima en 1785, había sido entrenado en los talleres coloniales para retratar a virreyes e imaginar la vida de santos y mártires religiosos, pero, ante el cambio vertiginoso de los tiempos, terminó construyendo y perpetuando la identidad de libertadores y próceres. Viajó a Chile en 1813 y se enroló en las expediciones del sur, donde se convirtió en el “pintor de cámara” del nuevo régimen. De esta manera retrató a casi todos los líderes de la Emancipación. Uno de los más recurrentes fue Simón Bolívar, a quien entronizó con su anuencia en más de una ocasión. La pintura de Gil de Castro encarnó en buena cuenta nuestro agitado tránsito hacia la República, cuando el Perú se hizo independiente sin dejar de ser —en muchas formas y costumbres— colonial.
     San Martín, O’Higgins y el marqués de Torre Tagle aparecen beatíficos en sus lienzos, como si fueran los rostros de un nuevo santoral laico. “De diversos modos, Gil de Castro lograría adecuar la tradición retratística colonial a las nuevas exigencias que le planteaba su época. Si la presencia de carteles, tarjas y cortinajes que aparecen con frecuencia en sus obras evocan los retratos de virreyes, aristócratas y prelados de la época precedente, el espíritu republicano se impone en el rigor lineal y en la buscada austeridad que caracteriza a los retratados”, escriben Natalia Majluf y Luis Eduardo Wuffarden en el primer ensayo de "Arte republicano", un libro que rescata la importancia del siglo XIX en el devenir de nuestras artes plásticas. 
     Con la mirada puesta en esas nuevas clases dirigentes, militares y civiles —como su espléndido cuadro de Mariano Alejo Álvarez y su hijo—, Gil de Castro marcó la transición entre los siglos XVIII y XIX, y construyó la imagen del héroe republicano. Como explican Majluf y Wuffarden, este artista “reformula un esquema propio de sus cuadros religiosos y parece querer convertir así al mártir republicano en una suerte de santo secular inmolado por la causa patriota”. Así sea.  
 
— II —  
Su origen fue desconocido durante mucho tiempo. Y no era para menos. Nacido en 1807 de la relación prohibida entre un presbítero y su joven esclava, Pancho Fierro llevó una vida difícil. Si bien no fue un esclavo —al parecer para evitar el escándalo su familia paterna decidió “donarle” la libertad, como consta en su partida de bautizo—, tampoco gozó de privilegios. Su niñez y juventud las pasó en la casa paterna, donde su madre fue comprada como esclava. Esta condición de hijo ilegítimo lo hizo testigo excepcional del mundo de la aristocracia y también de la vida de los de abajo, de los sirvientes indios y negros, de los artesanos y de la plebe en una sociedad abismalmente estratificada. Esta tensión y este registro social aparecerán más adelante en sus acuarelas y dibujos, y serán claves para consolidar entre nosotros un movimiento artístico que impregnará todo el siglo XIX, desde el arte hasta la literatura: el costumbrismo. 
     Según el sociólogo Gonzalo Portocarrero, este interés por retratar el mundo social surgió en Europa a inicios del XIX y fue importado a América por políticos, viajeros y artistas, en un momento en que se buscaban consolidar los estados nacionales. Entonces lo peculiar y lo diferente cobraron gran valor. “Y lo peculiar está asociado al mundo popular, a esa sociedad —supuestamente— no individualizada, donde las personas se parecen y se hacen indistintas en tanto son representantes de una ‘esencia’ que las trasciende y que comparten”, escribe Portocarrero en "La urgencia de decir 'nosotros'". Y en Lima esa particularidad estaba en sus calles y en sus balcones, en esas tapadas y aguadores que Fierro se apuró en inmortalizar en sus acuarelas, pese a que eran personajes que ya estaban en proceso de desaparición en la ciudad. Sin embargo, resultaron atractivos para un naciente mercado que buscaba y compraba estas imágenes como recuerdos de viaje. No es casual que este artista autodidacta se ganara la vida como muralista y vendiendo sus acuarelas a dos o tres pesos en las pulperías y confiterías de Lima. De ellas se desprende un conjunto de personajes que definen el nuevo espíritu de la capital. 
     “Fierro es una figura muy importante en el proceso de construcción de esa idea de la Lima criolla, que es muy compleja, particular, y que efectivamente se inventa en el siglo XIX. La tapada es una figura que de alguna forma no existe como símbolo de la ciudad antes de aquel siglo”, nos explica Natalia Majluf, en la tranquila cafetería del Museo de Arte de Lima (MALI), recinto que guarda una de las mayores colecciones de acuarelas de Pancho Fierro, quien debe haber pintado más de cinco mil obras a lo largo de su vida. 
     Pintores peruanos, como Ignacio Merino, y extranjeros, como Rugendas y Angrand, se alimentarán de este espíritu a su paso por Lima. Ellos conocieron a Fierro y fueron influidos por él. Más tarde la aparición y difusión de la fotografía no hará más que multiplicar estos motivos. Tapadas y vendedores callejeros aparecerán en postales y tarjetas de visita para crear lo que Majluf llama “ese reducto nostálgico de identidad de Lima frente a las grandes transformaciones de la modernidad”. 
     Al final de su vida, Fierro será requerido para contar a través de sus obras cómo era el pasado de la ciudad. Esa vida colonial que conoció en su niñez. A su muerte, El Comercio publicó una nota necrológica que se cita en "La urgencia por decir 'nosotros'" y que, entre otras líneas, dice: “Fierro […] era para la pintura lo que Segura para el drama. Tomaba el pincel y con facilidad extraordinaria dibujaba un retrato, que más de una vez ha dado un gran trabajo a otros pintores para copiarlo. Pues bien, ese genio ha muerto el lunes último”. El año era 1879.
 
—  III —
Era la tercera vez que volvía al Perú desde que se fuera a Florencia en 1848 a estudiar pintura gracias a una beca otorgada por el gobierno de Ramón Castilla. Las dos ocasiones anteriores había vuelto para presentar obras que, en cierto modo, habían agitado un medio tan anquilosado como la Lima del ochocientos. En 1851 había presentado “El Perú libre” y “La matanza de los inocentes”; y en 1852 había escandalizado con la imagen de una mujer desnuda titulada “Venus dormida”. Pero esta vez Luis Montero venía con algo diferente: una obra gigantesca que le tomó tres años de trabajo. Durante su larga travesía hacia Lima, fue exhibida con gran suceso en Río de Janeiro, Montevideo y Buenos Aires. Se dice que días antes de su llegada, los diarios limeños ya anunciaban la noticia creando gran expectativa entre la población. El cuadro era tan grande como un mural y recreaba con inusual dramatismo un pasaje que Montero había leído en un libro de William Prescott —"Historia de la conquista del Perú"—, donde se narraba cómo después del ajusticiamiento del inca Atahualpa varias de sus mujeres habían suplicado a los españoles ser sacrificadas con él. 
     En el lienzo aparecen 33 personajes. Si bien la figura principal es la del inca yacente, el gran fresco no pierde intensidad en ninguno de los otros representados. Por el contrario, en cada rincón se pueden sentir el dramatismo y la acción de uno de los momentos cumbres de la Conquista. El cuadro fue exhibido en Lima en 1868 y, según crónicas de la época, fue visto por unas 15.000 personas, todo un suceso en una ciudad que no llegaba a los 100.000 habitantes. El éxito fue tal que la obra se reprodujo en los billetes de 500 soles que el gobierno puso en circulación, pero que Montero no llegó a tener en sus manos. Meses después, mientras se embarcaba en el Callao rumbo, otra vez, a Europa, murió víctima de la epidemia de fiebre amarilla que por esos años azotaba el puerto. Tenía 43 años. No alcanzó a ver, por ejemplo, cómo su obra fue llevada a Chile en 1881 como trofeo de guerra luego de la ocupación de la capital. El cuadro, felizmente, regresó al Perú después del conflicto, gracias a las gestiones de Ricardo Palma.  
     Casi 150 años después, el interés por “Los funerales de Atahualpa” no ha decaído. “Siempre estuvo aquí, en el Palacio de la Exposición”, dice Natalia Majluf, y hoy —en custodia en el MALI— es sin duda una de las obras centrales de la muestra permanente del museo. “Es un cuadro de una ambición muy grande que se refleja no solo en el tamaño sino también en el intento de fijar la idea de la fundación nacional a partir de este encuentro entre los españoles y los incas. Ese efecto dramático que tuvo la pintura histórica de mediados del siglo XIX es lo que captura y emociona al público”, reflexiona la editora del libro y directora del MALI. 


— IV —
El sueño de viajar a Europa para convertirse en artista nació en el siglo XIX. Uno de esos soñadores fue el piurano Ignacio Merino (1817-1876), otro fue el tacneño Francisco Laso (1823-1869). Ambos pertenecían a la clase alta de la sociedad peruana. Merino a su vuelta al Perú, a finales de la década de 1830, se asoció con Pancho Fierro para producir una serie de litografías de tipos y escenas de Lima y después se decantó por el retrato y la pintura historicista, sobre todo luego de su regreso definitivo a Europa en 1850. Pero Laso fue más allá, llevó el costumbrismo a la academia y creó composiciones complejas que, como concuerdan Wuffarden y Majluf en "Arte republicano", “encierran una lúcida reflexión sobre la sociedad de su tiempo”. Ambos autores concluyen que, en esa línea, “Laso introduce así, por primera vez en la historia de la pintura local, la figura del indio anónimo como símbolo de la nación peruana”. 
     En “Las tres razas o la igualdad ante la ley” convierte, por ejemplo, una escena aparentemente banal en un fresco irónico de crítica social acerca de la discriminación en la Lima del XIX. En el cuadro, tres adolescentes —dos mujeres y un hombre— juegan a las cartas. Él es el señorito de la casa y ellas —una mulata y una indígena— las criadas. En esa aparente igualdad del juego, el artista logra marcar diferencias no tan sutiles entre los personajes: las vestimentas, las miradas y las actitudes definen posiciones de dominio y sumisión.
     “Laso es el gran pintor académico no solo en el contexto peruano sino también latinoamericano, y su pintura es sumamente compleja, muy densa en significados”, explica Ricardo Kusunoki, curador del MALI y uno de los coautores del volumen "Arte republicano". Al respecto, otro cuadro de Laso nos da también luces sobre su propuesta y estilo. Se trata de “La lavandera”, una exquisita composición en la que una muchacha negra se dispone a tender una prenda en un cordel. “Es una pintura que casi parece una estatua griega”, apunta Kusunoki. “Es un tema costumbrista pero tratado dentro de las convenciones de la pintura académica, por lo que trasciende lo anecdótico y lo social”. Aparte de artista, Laso fue también escritor y activista político, llegó a ser síndico de la Municipalidad de Lima y parlamentario. Además, en su preocupación por acercarse a ese Perú ignorado por la sociedad de su tiempo, emprendió un viaje por el sur andino que enriqueció su obra y perspectiva. Decía que racialmente el Perú estaba comprendido por “una paleta ricamente adornada con abundantes colores y variadísimos tonos”. Con esta metáfora pretendía comprender el país en su totalidad. La gran tarea, lamentablemente infructuosa, del siglo siguiente. 

La fotografía, la pintura regional y la caricatura

En las últimas décadas, el arte del siglo XIX se ha enriquecido con nuevos enfoques y miradas que incluyen obras y producciones antes ignoradas. Natalia Majluf lo explica así. 

¿Cuál es el objetivo de "Arte republicano"?
Hemos ido de adelante hacia atrás. Antes hemos editado volúmenes sobre arte contemporáneo, luego sobre las colecciones del siglo XX y ahora este libro sobre el XIX. Lo interesante es que tienes un abanico amplio que te permite conocer las colecciones del museo y con ellas mirar la historia desde una perspectiva particular en este territorio tan complejo, rico y diverso. 

Una perspectiva nueva, que te dan las piezas de arte y las colecciones del museo… 
Las colecciones se han ido desarrollando de tal forma que hoy día llegan a ser representativas del arte peruano. Se han creado a lo largo de sesenta años, y en este proceso ha habido hitos clarísimos. Por ejemplo, para la colección del siglo XIX, fue importante la donación de la Memoria Prado, que nos permite imaginar el arte en este período. Antes fue la compra de la colección Baca-Flor, en 1955, y con los años se han ido sumando donaciones y adquisiciones que han dado una nueva perspectiva. 

Por ejemplo, ¿qué aspectos nuevos podemos descubrir?
El XIX se ha convertido en uno de los focos de la historiografía peruana en los últimos 20 años, y en ese escenario el arte cobra, por supuesto, un nuevo valor. Antes se pensaba solo en los pintores académicos, como Laso, Merino, Baca-Flor, pero hoy se valoran aspectos y géneros que antes no formaban parte de la historia artística de este siglo, como la fotografía, la pintura regional y popular; se reconoce a artistas de origen indígena o afroperuano como Gil de Castro. También es interesante ver la caricatura política en este período. Ese es un claro signo de modernidad que se introduce en la cultura peruana, y las colecciones del MALI han tratado de dar cuenta de ello. Todos estos capítulos puestos juntos nos dan una nueva visión del siglo XIX como un tiempo complejo y diverso. 

Libro: Arte republicano
Editora: Natalia Majluf
Textos: Pablo Cruz, Ricardo Kusunoki, Horacio Ramos, Luis Eduardo Wuffarden, María Eugenia Yllia.
Editorial: Museo de Arte de Lima y Sura*
Páginas: 344
Precio: S/ 159,00

*El libro corresponde a la tercera entrega de la colección del Museo de Arte de Lima. Desde hace tres años SURA y el MALI han trabajado en este ambicioso proyecto editorial. 

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