Alexander Huerta-Mercado

Era una historia triste con un final feliz. La música latinoamericana se enriqueció con el encuentro de artes del Viejo Mundo, pero le debe su poder al continente africano. Comenzada la época de la colonia, el padre Bartolomé de las Casas había decretado que los indígenas tenían alma y no debían ser esclavizados.

El resultado no dejó de lado el maltrato que sufrió la población originaria y el genocidio, pero trajo como consecuencia el comercio de esclavos de en una de las manifestaciones más atroces que la humanidad ha presenciado. Llegada al Caribe, la población esclava había perdido su libertad, pero no la cultura de su música y danza que los hacía partícipes de rituales donde los espíritus eran convocados a través del trance.

Esta música con los tambores yoruba, con las cadencias de voces y los movimientos rítmicos de las caderas eran formas de entrar en un estado alterno de consciencia en la más antigua tradición chamánica que existe. Esa música se fusionó con los ritmos españoles, con los ritmos indígenas y dio lugar a la música latina.

A partir de la década de los 50 se bailaban ritmos cubanos como el mambo o el chachachá. Cuando la revolución cubana se dio, las disqueras estadounidenses cerraron la producción de esa magnífica música y fue entonces que nos dio su cumbia, hija también del África y el Caribe.

Esa música que nos jala porque desciende de cantos para el trance. Y esa música fue la cumbia, que se enriqueció con los ritmos amazónicos de Juaneco y su Combo, con Los Mirlos, que se fusionó con ritmos andinos con Los Demonios del Mantaro, que encontró en Enrique Delgado y Los Destellos una consecuencia única que, como el Perú moderno, era de todas las sangres.

La cumbia es uno de los pocos elementos culturales que nos han unido. En los 80 generó un acuerdo social entre los jóvenes migrantes de distintas partes en las ciudades, aprendiendo de la mano de una actitud fuerte frente a las agresiones propias de un país racista y discriminador. Fueron los jóvenes que hicieron supervivencia y tuvieron como trova a Los Shapis, que cantaban a los ambulantes y su lucha diaria, y al grupo Alegría que hablaba de las separaciones por la clase social. Eran las noches del chichódromo donde nacía un Perú moderno en su alegría, contradicción y resiliencia.

El asesinato de , el ‘Russo’, cantante de un querido grupo cumbiambero que había sido víctima de extorsiones, fue la gota que derramó el vaso frente a la indiferencia del Estado.

Como en los últimos años, dos factores nos unen como peruanos, la oposición hacia un Estado corrupto, irresponsable y represor y, por otro lado, la cumbia y su forma de traducir nuestro paradójico sentir, ritmos muy alegres con letras que pueden ser muy dramáticas.

Nunca antes se había visto que los mismos transportistas tuvieran que hacer varios paros pidiendo acción del gobierno durante el 2024, que la seguridad ciudadana esté en riesgo permanente y que el y no solo sean percibidos como ajenos sino como mediocres. Como los políticos son vistos con sospecha (y con desidia), es el arte y su alcance lo que ha conseguido un despertar en las calles.

Se siente la cumbia que vuelve para unirnos en la protesta que es de todas y todos. Que sea un motor y motivo, como cantaba el, para que nos unamos, que nuestro país deje de ser un sitio de extorsión donde “todo es dinero y hay maldad” como cantaba Chacalón y aquellas autoridades que brillan por su ausencia y se marchan sin un adiós, “que se vayan, que se vayan”, como cantaban Los Shapis.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Alexander Huerta-Mercado es Antropólogo, PUCP

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