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Disfraces inolvidables
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Disfraces inolvidables

Disfraces inolvidables

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Después de pasarme los Halloween de la infancia usando los disfraces conservadores que elegía mi madre –pirata, vaquero, gitano, siempre ataviado con sus pañuelos y collares, y luciendo bigotes y patillas dibujados con un corcho quemado–, mi adolescencia noventera estuvo marcada por disfraces ridículos que jamás habrían ganado un concurso: el aburrido vampiro sin colmillos, el cambista de Ocoña sin calculadora, el fantasma sin ojos ni cadenas.

Fue recién entre mis veinte y mis treinta años que me interesé por llegar a cada 31 de octubre vestido de personajes más originales. No fue mérito mío, por cierto, sino de las novias que tuve en aquel periodo y que, deseosas de acudir a alguna fiesta publicitada, me conseguían no los disfraces que mejor iban con mi personalidad, sino aquellos que coincidían con sus caprichos (o, peor, con los caprichos de sus amigas).

Así pues, un año me vi disfrazado de Johnny Walker y me pasé toda la noche sin saber qué diablos hacer con el sombrero de copa y el bastón alquilados. Las botas, recuerdo, eran dos tallas más grandes y en un momento, al bailar un merengue de Chichi Peralta, en pleno giro de 360 grados, una de las botas salió volando y cayó encima de un parlante.

Otro año me persuadieron para ir con la indumentaria del Zorro, y todo porque se había puesto de moda la serie de televisión donde Christian Meier hacía del personaje que años atrás había encarnado en el cine Antonio Banderas. Una tarde, después del trabajo, acudí a Casa Mandril y pedí alquilar un atuendo del Zorro. «Solo tengo talla medium», me dijo el dependiente, mirándome de arriba abajo. «¡Me lo llevo!», contesté, apurado, y puse los billetes en el mostrador. «Solo hay un problemita», comentó el hombre después de quedarse con el efectivo, «la única máscara que me queda es extralarge». Le dije que no importaba. «¿No quiere probárselo?», me dijo. Le aseguré que no y me llevé la bolsa. La noche de la fiesta, ya enfundados el pantalón, la capa, el sombrero, el látigo y la camisa negra, procedí a colocarme el antifaz. Monumental fue mi sorpresa al ver en el espejo no al justiciero forajido que traza una Z en el aire con su sable, sino a un vulgar mapache. La máscara me cubría casi todo el rostro y, lejos de infundir el respeto de un héroe, tan solo inspiraba la ternura de un peluche. Horas después, al llegar al Centro Naval de San Borja, descubrí que había cerca de veinte Zorros en la pista de baile y otros tantos en la barra. A su lado, por lejos, yo parecía la mascota.

No me fue mejor en aquel Halloween en que mi novia –otra novia– me invitó a una fiesta diciéndome: «Yo me encargo de tu disfraz». Mi único pedido fue que el traje se ajustara a mi carácter. «Ya lo tengo en mente», me aseguró, siempre entusiasta. Cuando llegó el momento de buscarla, me abrió la puerta convertida en una sensual Abeja Reina, y a continuación me entregó un paquete con mi vestuario. «Te va a encantar», me adelantó. Imaginé que dentro estarían el sombrero y el parche de un villano maloso; o la capa de un superhéroe contemporáneo; o quizá la armadura y la espada de un huraño gladiador. Nada de eso. Mi disfraz era de flor. Sí, como se lee, una flor. Más precisamente, un girasol. Un mameluco verde le daba a mi cuerpo el aspecto de un tallo regordete, mientras mi cara asomaba al centro de una enorme máscara de pétalos amarillos. «Te queda lindo», decretó mi chica. El espejo del botiquín opinaba claramente lo contrario. Debatí con mi consciencia la pertinencia de acudir a la fiesta con ese aspecto tan, digamos, silvestre, pero –como todo hombre enamorado que quiere ganar puntos– acabé cediendo.

Ya en la reunión, cuando el jolgorio llegaba a su pico, un atocinado Faraón se me acercó y, de la nada, con voz borrachosa, me increpó: «¡Caviar de mierda!» (ya por entonces, 2012, la dichosa palabrita circulaba). Entramos de inmediato en una acalorada discusión política, pero al cabo de unos minutos, sin perder mi botánica compostura, tuve que explicarle a aquel Tutankamón (o TutanJamón, como lo bautizaron sus propios amigos) que podía guardarse sus adjetivos allí donde no le diera el sol. Atento a la trifulca, el anfitrión —un incomodísimo Bob Esponja— le exigió al falso egipcio que se retirara.

Mi último disfraz memorable lo escogieron hace unos años mi esposa y mi hija mayor. Fue en el primer Halloween posterior a la pandemia. Durante el confinamiento habíamos visto cerca de doce veces El Mago de Oz, así que nadie tuvo dudas de cuál sería nuestra comparsa cuando llegara el 31 de octubre. «Yo seré Dorothy», decretó mi hija. «Yo, la bruja buena», apuntó mi esposa. «Yo, el Espantapájaros», sugerí con una sonrisa. Las dos se giraron para mirarme con el ceño fruncido. Llegada la fecha, salimos al parque a pedir caramelos. Todos volteaban a mirarnos. Los niños se acercaban a Dorothy, las madres trababan amena conversación con la bruja buena. A mí, en cambio, solo se me acercaban las palomas. Había fracasado en mi papel de Espantapájaros. Lo de no tener cerebro, en cambio, lo simulé bastante bien.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Renato Cisneros es escritor y periodista

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