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Uno de los temas más debatidos en la ciencia política es la relación entre el poder y el poder político. Desde una perspectiva pluralista y liberal simple, el poder es una capacidad difusa, dinámica. Ciertamente existirían sectores e intereses con más poder que otros, pero las instituciones intervendrían para defender los derechos de las minorías y de sectores desfavorecidos. Desde perspectivas inspiradas en el marxismo, se considera que los grandes poderes económicos manejarían los hilos del poder.
¿Qué papel juega aquí el poder político? Desde la primera perspectiva, un poder político plural toma las decisiones desde el Estado, pero tiene límites y contrapesos que le pone el juego entre gobierno y oposición, la propia institucionalidad política y las organizaciones e intereses sociales. Desde la segunda, el poder político no tendría esa autonomía y estaría, de múltiples maneras, manejado por los intereses económicos.
En la historia latinoamericana, tradicionalmente, adolecimos de democracias limitadas, oligárquicas, en las que, en efecto, poderes económicos y sociales hicieron de las instituciones políticas extremadamente excluyentes. Y más adelante, en el contexto de procesos de modernización, surgieron líderes populistas que se enfrentaron a las oligarquías en nombre del pueblo y abrieron espacios de democratización social, aunque también construyeron estructuras de poder autoritarias, personalistas y excluyentes.
En la actualidad, está claro que un problema importante sigue siendo la emergencia de liderazgos populistas autoritarios, tanto de izquierda como de derecha; como los de Bukele en El Salvador, Ortega en Nicaragua o López Obrador en México. Estos líderes aparecen como “salvadores de la patria” y se legitiman durante un tiempo por controlar las crisis económicas, la inseguridad ciudadana o la inestabilidad política, pero dejan un legado de destrucción institucional.
Y en días recientes, a propósito de las elecciones en Guatemala, se nos ha recordado el viejo problema de la influencia indebida de viejas estructuras de poder económico, asociadas a prácticas de corrupción, que manejan los hilos del poder a través de partidos en el Congreso, influencias en el Poder Judicial, y que operarían para limitar los alcances de la democracia electoral.
La situación política peruana tiene muchas semejanzas con la guatemalteca. Tenemos los sistemas de partidos menos institucionalizados de la región, liderazgos personalistas improvisados, partidos cascarón y extendida corrupción. Y algunos avances en institucionalización y lucha contra la corrupción en serio riesgo de desmantelamiento. Sin embargo, parece claro que la amenaza sobre la democracia guatemalteca está en una coalición de intereses liderada por una oligarquía económica altamente concentrada y excluyente, asociada a intereses políticos pragmáticos, con altos niveles de corrupción.
En nuestro país, por el contrario, podría decirse que el poder económico y la élite social han perdido control, o tienen una relación muy incierta con el poder político, más bien marcada por los sobresaltos. Pasada la década fujimorista, en la que se combinó cierta estabilidad y prosperidad económica con cierta legitimación política del modelo de mercado, vivieron de susto en susto: tanto con Toledo, García y Humala, temieron que la continuidad del modelo estaba en cuestión, para luego aliviarse con que no. En el 2016, lo que podría haber sido un oasis (un tecnócrata y banquero en la presidencia, con el fujimorismo con mayoría absoluta en el Congreso), más bien abrió la puerta al período de inestabilidad que llevó incluso a Pedro Castillo a la presidencia, la peor pesadilla hecha realidad.
Si bien la caída de Castillo ha significado un gran alivio para las élites económicas y sociales, no podría decirse que ellas controlan el poder político. En realidad, la debilidad de los partidos ha hecho que este haya terminado en manos de un conjunto de intereses locales y regionales, fuertemente influenciados por prácticas informales, bastante lejanos de las élites. El tema es que su agenda no implica un cambio radical de modelo y todos parecen converger en la causa común de neutralizar procesos de autonomía y activismo institucional, especialmente en el ámbito de la lucha contra la corrupción.