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Maleta perdida
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La otra tarde llegué a Bucarest de lo más entusiasmado. Además de que era la primera vez que visitaba la ciudad, esa noche iba a dirigir unas palabras en la inauguración del Festival Cultural Latinoamericano, frente a un auditorio de artistas, diplomáticos y público interesado. De pie, al lado de la cinta transportadora del aeropuerto donde se recoge el equipaje, esperaba ansioso la aparición de mi maleta.
Sonreí al verla venir –azul, de plástico duro–, pero de la nada un señor mayor la jaló del asa con dos manos y empezó a marcharse con ella. Me acerqué a toda velocidad, pensando que el hombre cometía un error, pero al final me di cuenta de que el error era mío. De repente recibí un mensaje de la aerolínea en el celular. Malas noticias. Mi equipaje no había llegado todavía; se encontraba en otro avión que arribaría a Bucarest sobre las siete de la noche. El asunto es que eran las tres de la tarde y el evento en el que debía participar iba a empezar dentro de apenas tres horas. Comencé a angustiarme, no solo por el hecho de no contar con mis pertenencias en ese momento, sino por la idea de presentarme en el Festival Cultural tal y como me encontraba: con jeans gastados, un par de zapatillas y una camiseta teóricamente ‘vintage’ del Mundial de España 82.
En tales circunstancias fue inevitable recordar lo que me sucedió en París, cinco o seis años atrás. Había llegado para presentar una novela en un elegante salón del palacio del siglo dieciocho donde funciona la Casa de América Latina, pero mi maleta –donde traía un atuendo apropiado para esa ocasión– había sido colocada por equivocación en la bodega de otro avión y no llegó a tiempo. Cuando mi editora, la gran Dominique Bourgois, una mujer de unos sesenta años, me fue a buscar al hotel y me encontró sumido en un estado de desesperación, me dijo: «Ay, ustedes, los latinoamericanos, siempre haciendo tragedias de nada». A continuación detuvo un taxi y le ordenó al conductor que nos llevara a la tienda de ropa más cercana. Una vez allí, como si fuera mi madre y yo tuviera no cuarenta y dos sino diez años, se paseó por la sección de saldos de ropa masculina, eligió una camisa, un suéter y una chaqueta, y me entregó las prendas empujándome dentro de un probador. No había terminado de cambiarme cuando Dominique descorrió la cortinilla de golpe para evaluar cómo me quedaba el atuendo. Enseguida procedió a pagar la cuenta. Todo en menos de veinte minutos. «No te compro pantalón, porque nadie te va a mirar debajo de la mesa», añadió, mientras salíamos de la tienda. Cuando me devolvió al hotel yo aún seguía impactado por la forma entre maternal, dictatorial, pero sobre todo pragmática en que había resuelto mi problema.
Salí de aquel recuerdo y mi mente volvió a Bucarest. A diferencia de aquella vez, ahora no tenía tiempo para ir a ningún centro comercial a comprar nada, así que me tocó intervenir con la misma facha con que había aterrizado: jeans gastados, un par de zapatillas y una camiseta con el afiche de la película Tiburón (se ve que no aprendí la lección de lo sucedido en París). Sin embargo, a nadie pareció importarle que rompiera tan alevosamente el código de vestimenta de la ceremonia. Es más, un embajador me hizo un falso halago: «cuando te vi en el escenario supe que eras escritor».
Mi maleta llegó al día siguiente, pero para ese momento mi agenda de actividades oficiales ya había culminado. Por la madrugada, después de salir muerto de hambre, deambulé por varias calles en busca de un restaurante. Todos estaban cerrados o a punto de cerrar, salvo un modesto restaurante mexicano, que a esas horas era refugio de borrachos necios. Me senté en un banquito alejado y pedí un taco de carne y una cerveza. Con seguridad, era el cliente mejor vestido del local.

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