El papa bueno, por Mons. Adriano Tomasi
El papa bueno, por Mons. Adriano Tomasi
Redacción EC

MONS. ADRIANO TOMASI

Obispo auxiliar de Lima

La canonización de Juan XXIII, cuyo nombre de pila era Angelo Giuseppe Roncalli, es una invitación a todos los párrocos del mundo a vivir con humildad su servicio a las almas, como quiso hacer él, desde que sintió la llamada de Dios, en el pobre hogar de sus padres campesinos. La providencia divina lo llevó por caminos que nunca había imaginado, hasta terminar sus días terrenos en Roma como sucesor de Pedro.

Juan XXIII desarrolló en dos encíclicas sociales, “Mater et Magistra” (15 de mayo de 1961) y “Pacem in terris” (11 de abril de 1963), el magisterio universal sobre los temas que preocupaban en su época.  Más de medio siglo después, tienen la misma lozanía y vigencia. En la primera afirma que “la paz en la tierra no puede establecerse ni consolidarse si no se respeta fielmente el orden establecido por Dios”. En la segunda recordó que el bien común es “el conjunto de las condiciones sociales que permiten y favorecen en los seres humanos el desarrollo integral de su persona”.

Independientemente de la trascendental convocatoria e inicio del Concilio Ecuménico Vaticano II, hay dos sucesos en este pontificado que están directamente relacionados con el Perú. El primero se refiere a San Martín de Porres, que había muerto con fama de santidad el 3 de noviembre de 1639. El proceso de beatificación diocesano fue breve (1660-1664) y el apostólico, en cambio, largo (1679-1686). Casi un siglo fue venerado como beato, hasta la canonización por Juan XXIII, el 6 de mayo de 1962.

La descolonización de África y la integración racial en el mundo, así como el afán apostólico y misionero de la Iglesia, que a mediados del siglo XX quiso abrirse más a todos los pueblos, con ese ‘aggiornamento’ tan propio de este Papa, hizo especialmente oportuna la elevación a los altares del santo de la escoba. La natural simpatía que irradia ese santo lo hizo muy popular desde entonces entre millones de fieles, como ejemplo de virtud y caridad.

El segundo suceso fue el rescate –a través de canales diplomáticos internacionales– de monseñor Horacio Ferruccio, que había sido condenado a muerte en China (1951) a causa de su fe católica. Conmutada la pena a prisión por ser extranjero, fue liberado y devuelto a Italia, gracias el empeño de Juan XXIII,  quien lo envió al Perú, como capellán de la numerosa colonia china, al servicio del querido cardenal Juan Landázuri. Así pudo continuar evangelizando, tal como lo había hecho en China.

Con un donativo que le dio el papa Juan XXIII, Mons. Ferruccio comenzó en Lima la construcción del Colegio Peruano-Chino Juan XXIII, que tanto ha colaborado a integrar a los descendientes de la colonia china con los peruanos de otros orígenes étnicos. Yo puedo dar testimonio personal del bien que se ha hecho a tantos escolares en ese colegio y a sus familias, porque asumí la responsabilidad del plantel  cuando monseñor Horacio Ferruccio se retiró a Italia (Trento) por razones de edad y de salud. 

Los escolares de raza oriental –cuyos padres ya son católicos y peruanos–, aportan al colegio Juan XXIII su legendaria capacidad de trabajo y espíritu hacendoso, también en la práctica religiosa, en su convivencia solidaria con alumnos de otras sangres. Un mestizaje positivo y fructífero para la Iglesia y para el Perú, que con visión profética impulsaron el Papa Bueno y su obispo monseñor Ferruccio.