(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Luis Millones

En 1957 dejé que el azar guiase mis pasos cuando, sentado en una vereda cualquiera, decidí arrojar al aire dos anuncios de universidades limeñas (San Marcos y la PUCP) y probar fortuna siguiendo las indicaciones del que cayese mirando hacia arriba. 

Opté por la Universidad Católica. No conocía los locales de estas universidades, pero me gustó estar en un espacio tan manejable como el que va de la plaza Francia a la cuadra cuatro de Camaná, donde se ubicaba entonces. Tampoco estaba lejos del Parque Universitario y caminé por los espacios que años más tarde serían los míos.  

Había llegado de Argentina apenas dos semanas antes y, dado que no había hecho nada útil durante el año anterior, pensé en estudiar Derecho. En realidad, no me interesaba ser abogado, pero supuse que en el camino encontraría algo mejor que me mantendría alejado de las matemáticas. 

En aquel tiempo, como ahora, era obligatorio aprobar los dos años de Estudios Generales antes de seguir la profesión elegida. No tuve malas notas, pero lo que más me interesó fue el comportamiento, la manera de hablar, vestir y actuar de mis compañeros de clase. Cada uno era una aventura de conversación y aprendizaje. 

Recuerdo particularmente a tres personas. No eran necesariamente amigos entre ellos, lo que hizo más fácil mi acercamiento. Cada uno tenía una personalidad muy distinta, pero eran igualmente atractivas. Además, eran contestatarios (a su manera), con criterios independientes, dispuestos a debatir los puntos de vista del profesor (que para la mayoría de estudiantes sonaban con autoridad pero que a mis amigos no parecían impresionar). 

El primero de ellos, Lucho, era de fácil palabra, gran conversador y capaz de digerir libros no necesariamente recomendados. Leía con velocidad y comprensión desmesurada. Sus juegos de palabras con el español, además de otros idiomas, espantaban tanto como atraían, generando admiración y envidia que se multiplicaron cuando aparecieron sus primeros versos. 

Recuerdo que en nuestro primer encuentro me dijo: “Aquí todos se visten y tú te cubres”. Yo respondí sin vacilar: “A ti tampoco te importa lo que piensan los demás”. Se rio a carcajadas y ese día cené en su casa y me convertí en un asiduo visitante a un hogar gobernado por una mamá española, bajita pero con voz de mando, que alimentaba con cariño a todos los amigos de cualquiera de sus hijos, a cualquier hora del día.  

Lucho en casa proclamaba ser el hijo “al que nadie quiere, porque todos prefieren a Max”, que era el mayor de los hermanos y ya se lucía como un notable dirigente universitario. El tercero de los hijos era Carlos, que vivía sin sufrimientos su condición de hermano menor. 

El segundo de mis amigos, Javier, también era poeta. Él me mostró su voluntad para contradecir cuando me contó que en su colegio, el Markham, solía hacer lo mismo con los profesores. Incluso creo recordar que su padre fue docente en tan prestigiosa escuela. Pronto lo envolvió la fama al ganar el premio Poeta Joven del Perú, compartido con César Calvo, con el que tenía una relación de amistad y peleas furiosas, que se renovaban sin cesar. Con Javier nos hicimos buenos amigos. Quizá por la forma en que compartíamos silencios en medio de reflexiones sobre el mundo en que nos había tocado vivir. 

Una vez, Javier rompió la hoja de uno de sus poemarios y escribió unos versos que guardo con veneración. Un colega literato me pidió el documento para publicarlo y le copié el texto, pero le pedí que no pusiera mi nombre, ni que fotografiase el original, para poder guardar el dibujo sobre el que había escrito los versos. Así salió en varias ediciones y sigue publicándose como “Poema a un amigo”, pero su letra y el diseño los guardo para mí.  

Recuerdo de memoria la última estrofa:

Luis, hermano,
hoy la humanidad
me sabe fuerte
hoy descanso
en mis ojos
y en mi voz. 

Mi tercer amigo, Fico, era fácil de identificar. No saludaba ni conversaba con nadie. Solo con una chica, algo mayor que nosotros, a quien había elegido para compartir con él, mientras gozaba ignorando al resto y asumiendo en vestuario, actitudes y gestos la figura de James Dean. 

Como mis otros dos amigos, Fico era un excelente alumno. Al concluir Estudios Generales y lo que ahora llamamos pregrado, eligió estudiar Filosofía. Viajó a Europa y me quedó claro que, a su regreso, la PUCP ganaría un docente de primera clase. Así sucedió. 

Como en los otros casos, yo no lo elegí como amigo cercano, simplemente conversamos mucho, muchas veces y así ocurrió. Cierta vez logré que junto a Javier nos reuniésemos los tres para planear estudios críticos sobre personajes literarios. Fico eligió a Don Juan, Javier al Quijote y yo a Fausto. No llegamos a escribir nada, pero tuvimos unas cuantas sabrosas reuniones, sin pensar que nuestros personajes favoritos eran al mismo tiempo una versión de nosotros mismos. 

Sufrí en silencio las muertes de Javier y de Lucho, y todavía me duele el alma cuando releo sus cuadernos de poesía. Pero ahora me preocupa más la situación de Fico, profesor emérito de la Universidad Católica que junto a unos 60 jubilados llevó a cabo hace poco un plantón en la puerta de entrada de esa universidad

De acuerdo con una : “Desde enero [del 2017] se establecieron cambios en el sistema de Complemento de Pensión de Jubilación, que incluyen la reducción paulatina de sus gratificaciones y el posible cese del incremento de pagos para un grupo de 600 ex colaboradores de la universidad”. En otro párrafo se indica que los pagos adicionales por Fiestas Patrias y Navidad disminuirán progresivamente hasta desaparecer en el 2020. 

No es una novedad el frío manejo empresarial de las universidades privadas (pensiones estudiantiles caras y bajos sueldos para los docentes). ¿Pero valieron la pena los años de preparación académica, los dedicados a la enseñanza, los títulos y honores conseguidos, para terminar reclamando sus derechos en la calle?