Editorial El Comercio

En existe amplio margen para el desacuerdo y la libre interpretación de los hechos. La expresión es especialmente cierta en lo que respecta a la política internacional, un espacio donde los actores parten de diferentes bagajes culturales, intereses y perspectivas. El respeto y la tolerancia son atributos indispensables para avanzar en este campo.

Nada de esto aplica, sin embargo, para distorsiones deliberadas de la realidad, narrativas malintencionadas o interferencias en procesos democráticos de países ajenos. Es decir, no aplica para todo lo que el presidente de , Andrés Manuel López Obrador (), ha venido empujando por meses en sus referencias al Perú.

De acuerdo con un análisis de la empresa mexicana SPIN-TCP, realizado a solicitud de este Diario, desde inicios de diciembre del año pasado hasta mediados de mayo, AMLO ha comentado en 184 ocasiones la crisis política peruana durante sus tradicionales discursos matutinos televisados. Durante estas intervenciones repite mentiras sobre el golpe de Estado del expresidente , sobre su detención y actual procesamiento penal, sobre la sucesión que le correspondió al gobierno de la presidenta Dina Boluarte, entre muchas otras.

Existe la posibilidad, vale aclarar, de que el mandatario mexicano realmente se crea sus propios embustes. No obstante, el nivel de ficción al que debe recurrir cada día para armar sus escenarios matutinos sugiere que lo más probable es que esté actuando con una malicia sistemática. ¿Por qué haría esto AMLO? ¿Por qué la distorsión de lo que sucede en el Perú se ha convertido en uno de sus comentarios predilectos?

La respuesta más corta y sensata es que, en cierto modo, AMLO se ve representado en Pedro Castillo. Han sido líderes de izquierda pero sin más norte real que el populismo, con tendencias autoritarias, llenos de bravatas y ataques regulares a los organismos independientes, recelosos de la prensa libre y dispuestos a atropellar lo que haga falta para capturar cuotas adicionales de poder. Ambos se sienten los únicos representantes del pueblo frente a las “élites”, y ambos respetan las instituciones solo en tanto funcionen a su favor. Más allá de criterios geopolíticos, a AMLO, pues, le cuesta romper con Castillo porque identifica en él sus propios rasgos, y –quizá a modo de autopreservación– prefiere construir una historia falsa de lo que sucede en el Perú antes que reconocerse públicamente en el espejo. Si tal hipótesis es cierta, el riesgo que enfrenta el sistema democrático mexicano no es menor.

En el ámbito nacional, además, el daño que puede hacer AMLO es real (aunque acotado). Por ejemplo, le presta legitimidad a una corriente de opinión local que insiste en la inocencia y restitución del golpista. Distrae también la política exterior del Gobierno Peruano y complica su trabajo con disposiciones caprichosas como rehusarse a transferir la presidencia pro témpore de la Alianza del Pacífico. Sus recientes amenazas sobre un rompimiento de relaciones comerciales entre ambos países tienen más de tribuna que de contenido concreto, pero generan incertidumbre entre inversionistas sobre el futuro de las relaciones bilaterales.

Sin embargo, el tiempo se encarga de poner las cosas en su lugar. La comunidad internacional, en su gran mayoría, reconoce la gravedad del golpe de Estado y la sucesión constitucional de la presidenta Boluarte. El expresidente Castillo será procesado con todas las garantías legales que le corresponden, no solo por el golpe que perpetró, sino por el rosario de delitos previos que le imputa –con evidencia– la fiscalía. Y quienes repiten sinsentidos sobre estos asuntos por afinidad con algunos de sus protagonistas quedarán, necesariamente, del lado incorrecto de la historia.

Editorial de El Comercio