"En el interés por aprobar el presupuesto y permitir la operación regular del Estado, se estaría pasando por alto potenciales hechos de corrupción". (Foto: GEC)
"En el interés por aprobar el presupuesto y permitir la operación regular del Estado, se estaría pasando por alto potenciales hechos de corrupción". (Foto: GEC)
Editorial El Comercio

Como cualquier institución compleja y de larga data, el Estado Peruano tiene tradiciones veladas. Una de las que corren como secreto a voces es la adición regular de proyectos de inversión pública del interés de los congresistas en el presupuesto anual. Esto a cambio de votos favorables en la que envía el al cada agosto.

Según una revisión llevada a cabo por este Diario, el Parlamento incorporó 974 proyectos valorizados en más de S/2.000 millones en las leyes de presupuesto de los últimos tres años. Dado que los congresistas no tienen iniciativa de gasto, su mejor oportunidad para influir directamente en la inversión pública es a través de adiciones especiales en el anexo N°5, donde una vez al año se incluyen las obras directamente financiadas por el Estado. En ese sentido, pertenecer a la Comisión de Presupuesto del Congreso tiene un atractivo especial.

De acuerdo con excongresistas consultados, esta práctica es ampliamente conocida y cada año se destinan varios cientos de millones de soles a satisfacer las demandas de distintos parlamentarios.

En un extremo de su función de representación, puede resultar legal y legítimo que un congresista abogue por avances o ejecuciones de proyectos necesarios para la región por la que fue elegido. Aunque los canales regulares de promoción de la inversión pública debieran pasar a través de los gobiernos subnacionales, elegidos para tal función, no se puede descartar que un parlamentario supervise que su región no esté en desventaja al momento de repartir el presupuesto.

Sin embargo, de ahí a lo que investiga la fiscalía hay un largo trecho. Según Juan Carrasco Millones, fiscal contra el crimen organizado de Chiclayo, la teoría de su institución es que, para algunos congresistas, el negocio consiste en que “yo te doy la obra, la gestiono, luego tú, alcalde o gobernador, me aseguras que parte de ese presupuesto designado va a ir a mi bolsillo”. De acuerdo con Carrasco, “en el caso de la Municipalidad de Chiclayo, el 3% de toda la obra le correspondía al congresista, y el resto [iba] para la autoridad local o regional. En conjunto, normalmente hablamos de un 10%”. Seis parlamentarios de diversas bancadas son investigados por presuntamente gestionar proyectos desde el Congreso, aunque los casos reportados de prácticas similares son varios más.

¿Hasta cuando puede seguirse permitiendo esta “tradición”? Los congresistas, decíamos, tienen derecho a representar los intereses de su circunscripción electoral. Sin embargo, hacerse de la vista gorda ante una práctica de intercambio de favores políticos –y que en algunos casos encaja ya en la categoría de criminal– a costa de la eficiencia del presupuesto público y del bolsillo de los contribuyentes es inaceptable.

Aquí, por supuesto, la responsabilidad principal recae sobre los propios congresistas, pero el MEF merece también un llamado de atención. En el interés por aprobar el presupuesto y permitir la operación regular del Estado, se estaría pasando por alto potenciales hechos de corrupción. La práctica ha sido ya tan normalizada que difícilmente sorprende a muchos.

Ahora que empiezan los debates sobre la Ley de Presupuesto Público del 2020, no está de más mantener en la mira los proyectos de inversión que se sumarán desde la Comisión de Presupuesto. Después de todo, la excusa regularmente utilizada por representantes del Congreso respecto de que ellos no tienen responsabilidad por una mala gestión, pues no administran presupuesto público no es del todo cierta.