Hace unos días el presidente Ollanta Humala arremetió nuevamente contra el Apra y el fujimorismo, acaso provocado por la indudablemente deshonrosa “volteada” que ambos partidos tuvieron en su posición frente a la llamada ‘ley pulpín’.
Entre otras cosas, el mandatario dijo: “Hemos pasado por la década de los 90 con una corrupción generalizada que ustedes han visto, pero probablemente ustedes no recuerden los [años] 80, cuando teníamos que hacer colas para comprar un tarro de leche, azúcar, arroz, betún, un champú de marca, etc. No hay que olvidar esto para no volver a verlo.” También recalcó: “No entramos en compadrazgo ni corrupción; no nos metemos en esa inmundicia”.
No negaremos el tamaño de la hecatombe económica y moral producida durante el primer gobierno de Alan García ni tampoco el de la sistemática corrupción y destrucción de las instituciones vistas durante la década de Alberto Fujimori, las que, no habiendo una enfermedad terminal de por medio, nos llevaron a oponernos a su indulto en este mismo espacio.
El problema yace en que tanto en materia económica como de corrupción es solo parado sobre el proverbial techo de vidrio que el humalismo puede arrojar piedras a la casa de la oposición.
En lo económico es irónico que el mandatario hable de cómo “no hay que olvidar” lo sucedido en la década de los 80 para no “volver a verlo”, cuando él hizo campaña durante años proponiendo las recetas que nos hicieron ver lo que vimos aquella vez. Y luego no es que su gestión se haya caracterizado por el éxito en esta materia. De hecho, aunque sí tuvo el buen tino de mantener las líneas macroeconómicas que nos permitieron crecer a un promedio de aproximadamente 5% anual durante las últimas dos décadas, también es verdad que su gobierno fue dando desde el comienzo medidas intervencionistas en diferentes sectores que se sumaron a intentos mayores por resucitar el espíritu de los 70 –como el episodio de La Pampilla o el proyecto de Talara– para frenar la viada de la inversión privada y, por lo tanto, del crecimiento y la generación de empleo. Así, entramos en una desaceleración que nos puso al borde de la recesión y que, pese a lo que han querido vendernos, no se explica por una caída de los precios de los minerales que ha dejado a los mismos por encima del promedio que tuvieron en los últimos diez años.
En cuanto a la corrupción, ni el partido del presidente ni su régimen parecen haberse destacado por la transparencia y la honestidad. Entre los cuadros que llevó al Congreso esta última vez figuran, por solo nombrar algunos, Nancy Obregón (acusada con muy fuertes pruebas de narcoterrorismo), Elsa Malpartida (en situación similar la anterior), Amado Romero (llamado ‘Comeoro’ por sus vínculos con la minería ilegal), Celia Anicama (conocida sin faltar a la verdad por el público como la ‘Robacable’), Omar Chehade (quien era ni más ni menos que el vicepresidente del señor Humala cuando sucedió el megaescándalo de las Brujas de Cachiche) y Cenaida Uribe (de difícil olvido gracias a cierta historia de paneles y presiones).
Y el Ejecutivo se ha visto tocado por más de una severa sombra, desde los días de su inauguración, cuando se supo que el hermano del presidente, Alexis Humala, había viajado “oficialmente” a Rusia, para hablar de sus negocios privados. Asunto que sin embargo ha palidecido luego, ante misterios de la envergadura de los que ha dejado flotando en el aire los casos de Óscar López Meneses y Martín Belaunde Lossio, hoy ya fugado y cómodamente instalado –según parece– en Bolivia, ex jefe de campaña de Humala y ex fuente de ingresos de la primera dama, quien proveyó a empresas relacionadas con Belaunde Lossio de asesorías sobre temas capilares y de palmas aceiteras.
Por lo demás, no es el techo de vidrio el único motivo por el que nuestro presidente no se puede dar el lujo de este tipo de exabruptos. Debería evitarlos también porque él es el mandatario de todo el país y esos señores a los que él está calificando no tan indirectamente de “inmundos” para bien o para mal representan a un gran número de votantes. Y debería evitarlos también por el futuro de su propio gobierno: vivimos en una democracia en que las normas importantes tienen que pasar por el Congreso, lo que vuelve al de la política el arte de tender puentes y hace poco estrategico, por decir lo menos, al político que se dedica a dinamitarlos gratuitamente.