Nicolás Maduro. Foto: Reuters
Nicolás Maduro. Foto: Reuters
Editorial El Comercio

Para entender la inconstitucionalidad de la juramentación de para un segundo mandato como presidente de , ocurrida el jueves, no hace falta rascar muy hondo. Basta con ver, por ejemplo, que el líder chavista tomó el cargo ante el presidente del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) en lugar de hacerlo –como exige la propia Constitución venezolana– ante la Asamblea Nacional Legislativa, el Parlamento al que el régimen ha acosado sin tregua desde que la oposición se hiciera con la mayoría en el 2015.

Habría que decir, sin embargo, que la transgresión no sorprende. Desde hace ya algunos años, Maduro ha demostrado que la Carta Magna de su país no es más que un documento apócrifo, cuyos preceptos puede violar sin remilgos para imponer sus deseos. Esta vez, empero, el líder chavista ha ido un paso más allá y ha alargado de facto un mandato que le correspondía solo hasta el jueves de esta semana.

Como se recuerda, Nicolás Maduro –el heredero político del hoy extinto – fue elegido presidente de Venezuela para un período de seis años en abril del 2013. Bien es sabido que en aquellos comicios, en los que el candidato del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) superó por un margen mínimo –51% a 49%– a la carta de la oposición, Henrique Capriles, el chavismo consiguió retener el poder no sin levantar serias sospechas de fraude ante la comunidad internacional.

Sombras fundadas en, por ejemplo, las 1.300 incidencias que contabilizó en su momento el Instituto de Altos Estudios Europeos (cuyo misión estuvo acreditada para observar la jornada electoral), y que incluían irregularidades como el ingreso de buses abarrotados de personas no identificadas a los locales de votación. En el 2015, además, un libro del corresponsal del diario “ABC” de España, Emili J. Blasco, reveló que entre las 6 y las 8 de aquella tarde, Maduro obtuvo más de 600.000 votos, “un volumen que materialmente no era posible sumar mediante el procedimiento natural de votación”.

No hay que olvidar, también, que en aquel año el gobierno de Ollanta Humala jugó un rol clave en la unción de Maduro al acoger en Lima la reunión de Unasur que reconoció y avaló su triunfo. Un hecho que marcaría el inicio del carnaval de persecución, tiranía y miseria que se dispersó por todo el país caribeño en los últimos años.

Pues bien, si aquellas elecciones siempre dejaron resabios de haber sido amañadas, las que se celebraron en mayo pasado no dejaron la más mínima duda de que, en Venezuela, los comicios no son más que una pantomima orquestada para refrescar la cara del chavismo con una máscara de legitimidad y popularidad.

Para comenzar, porque la sorpresiva convocatoria se lanzó a 74 días de la fecha del sufragio, cuando en la elección presidencial del 2012 el plazo había sido de 390 días. Como era obvio, el poco tiempo obligó al régimen a comprimir muchas etapas de la campaña, entre ellas la estipulada para la inscripción de candidatos, obligando a los postulantes independientes a conseguir en seis días el equivalente al 5% de las firmas del Registro Electoral (987.946 rúbricas) en 18 estados para lograr la inscripción. Asimismo, el proceso no contó con la observación de ninguna misión electoral que diera confianza sobre los resultados –ni la ONU ni la Unión Europea aceptaron fiscalizar un proceso confeccionado en tan poco tiempo–, y se montó un esquema que impedía la participación de las principales caras de la oposición, como Leopoldo López o Henrique Capriles.

Esta vez, no obstante, la comunidad internacional cerró filas y, con excepción de un puñado de países a los que se ha sumado últimamente el México de López Obrador, se negó a reconocer los resultados de las urnas. Con ello, además, mandó un mensaje implícito pero poderoso: el período de Nicolás Maduro ha expirado, formalmente, este jueves. Pues esa fue la fecha límite que la comunidad internacional le reconoció en el 2013.

Como era previsible, el chavista juró para un segundo período fraudulento. Y, con ello, no hizo otra cosa que usurpar una investidura que no tiene asidero ni en la Constitución ni en las urnas. Es decir, le dio forma dictatorial a un régimen que, desde hace tiempo, ejercía en el fondo una tiranía.

Lo que corresponde de parte de la comunidad internacional, entonces, es un rompimiento claro del mandato ficticio que ha asumido Maduro el 10 de enero. Una fecha que deja ya sin excusas a los pocos que aún se niegan a ver una dictadura donde no hay otra cosa.