Cuando era difícil imaginar algo peor que María Caruajulca al frente de la Procuraduría General del Estado (PGE), el presidente Pedro Castillo y el ministro de Justicia, Félix Chero, la reemplazaron con un sancionado por ejercer en forma gansteril la abogacía. Javier León Mancisidor espanta hasta a los oficialistas. Vale preguntarse si el Gobierno necesitaba envilecer hasta tal punto la función pública. Ya la PGE era un cero a la izquierda en las investigaciones contra Castillo, ¿no era eso lo que más le interesaba? Pero pudiera haber otra lógica detrás del nuevo nombramiento. Por ejemplo, la idea de nombrar a alguien con mayor audacia que Caruajulca, quien atravesaba un período de entrampamiento dentro de la PGE. Alguien como León, que pudo asociarse con el narcotraficante Fernando Zevallos en la comisión de un fraude. Alguien más propicio a una organización criminal en el poder.
Tampoco hay que subestimar a la ex procuradora general. A poco de ser designada negó con firmeza que tuviera algún proceso administrativo sancionador en contra, algo que había denunciado la periodista Mávila Huertas desde Panamericana Televisión. Exhibió un certificado expedido por Julio Talledo, jefe de la Oficina de Control Funcional de la PGE. Nunca debió ser nombrada, pues un candidato al cargo no puede estar procesado. La Contraloría General de la República precipitó su destitución cuando emitió un informe demostrativo de la irregularidad. Sin embargo, la resolución que la cesa no menciona ningún motivo.
Desde su puesto, Caruajulca ocultó sus antecedentes en forma dolosa. Debió ser investigada, rendir sus descargos y recibir una sanción, conforme establece el estatuto de la PGE. El sentido de la ley es impedir que el Gobierno despida arbitrariamente a quien tiene la función privativa de evaluar denuncias contra altos funcionarios, entre ellos el presidente. Así, por mucho que mereciera el despido, este se hizo violando la ley. Es la misma irregularidad observada el 1 de febrero pasado, en la destitución al primer procurador general. Solo que a Daniel Soria lo removieron por haber denunciado a Pedro Castillo.
Aparte de fiscalizar a los gobernantes, la PGE dirige las procuradurías de todo el país, lo que incluye nombramientos y destituciones. Lo hace desde un consejo directivo presidido por quien ejerce la Procuraduría General y por sendos representantes de la contraloría y del Minjus (Luis Miguel Iglesias y Luis Alberto Tapia, respectivamente, cuando Soria fue expectorado). Con todo, Caruajulca tenía un enorme poder discrecional, a tal punto que preparó el terreno para que no fuera sancionado Ángel Yldefonso, el exministro de Justicia que la nombró junto con Pedro Castillo. Yldefonso fue obligado a renunciar por numerosas acusaciones en su contra –bordeaban el centenar– cuando fue procurador en Huaraz. Los casos estaban en la PGE. El 15 de setiembre, la contraloría, luego de una inspección, le advirtió a Caruajulca que uno de sus expedientes estaba por prescribir y que dos ya habían perdido vigencia. Cada una de las carpetas reunía varias denuncias, generalmente por no apelar cuando el Estado perdía o por hacerlo fuera del plazo. Caruajulca llegó a despedir al jefe de la Unidad de Instrucción, Frank García, quien recomendó suspender a Yldefonso. En algún tiempo, Yldefonso podría volver a ser ministro, con un certificado de buena conducta expedido por la PGE.
Sin embargo, Caruajulca encontró una resistencia inesperada en el consejo directivo. Iglesias reflejaba el criterio externo de la Contraloría General de la República. Y Tapia, pese a haber sido escogido por Aníbal Torres cuando era ministro de Justicia, no era un incondicional. Estos funcionarios estaban nombrados por cinco años y solo podían ser destituidos mediante procesamiento establecido en la misma ley violada para cambiar a Soria y Caruajulca. Podría ocurrir, pero el escándalo sería mayor. El 21 de marzo, Iglesias y Tapia le enviaron un oficio a la procuradora general pidiéndole poner en agenda varios asuntos que requerían atención inmediata. El primero era el nombramiento del tercer componente del Tribunal Disciplinario, que, entre otras ocupaciones, debía atender denuncias que surgieran contra ella misma. Solo había dos miembros, con los cuales no podía funcionar. Otro punto era la reactivación del nombramiento de procuradores, que estaba detenido. No menos importante era impulsar una iniciativa legislativa ya adoptada por el consejo directivo –cuando lo presidió Daniel Soria– para que el procurador general del Estado no fuera designado por el presidente y un ministro, como ahora ocurre, sino por la Junta Nacional de Justicia. Caruajulca no hizo nada. Como no contaba con mayoría, paralizaba varias decisiones.
De súbito, el Minjus aceptó la renuncia de Tapia pese a que no la había presentado. Actual funcionario del ministerio, Tapia decidió no hacer cuestión de Estado. Caruajulca necesitaba votos en el consejo directivo para despedir al procurador del Ministerio de Transportes y Comunicaciones, David Ortiz, quien era insumiso. Había declarado a “Perú 21″ para un artículo que se refirió a la corrupción en el contrato del Puente Tarata III. Contra Ortiz se intentaron varias maniobras, desde pedirle la renuncia hasta fabricarle cargos, todo lo cual el procurador desbarató, obteniendo incluso informes a favor de la Defensoría del Pueblo y de la contraloría. Servir no le encontró responsabilidad. En fin, Caruajulca no se atrevió a someter al consejo directivo la destitución.
El operador de la procuradora general de la República fue Julio Talledo, a cargo de la unidad que evalúa y sanciona a los procuradores. Fue el que acreditó la limpieza de la hoja de servicios de Caruajulca, el que pidió ilegalmente a Ortiz que renunciara, el que propició la impunidad para el exministro Yldefonso. Está en investigación cómo su hijo fue nombrado en el despacho de un procurador del Minjus al que investigaba su sección, en forma coincidente con el archivamiento de las acusaciones. Mientras tanto, el consejo directivo continuó inoperante. En mayo fue nombrado el reemplazante de Tapia, Ramón Alcalde, un hombre de confianza del ministro Chero, que pasó a comportarse como una esfinge. El 20 de julio, el representante de la contraloría le envió una carta a Caruajulca para manifestar su preocupación por el estancamiento institucional: no se había completado el Tribunal Disciplinario, no se nombraban ni ratificaban procuradores, no se impulsaba el cambio legislativo para independizar a la PGE. Además Luis Miguel Iglesias pidió dar cuenta de las irregularidades cometidas por Julio Talledo para limpiar a Yldefonso. Entonces, la contraloría emitió un informe sobre este procedimiento, confirmando que los procesos del exministro iban camino a la prescripción.
El 26 de setiembre, Iglesias volvió a mandarle otro oficio a Caruajulca, quejándose enérgicamente porque no se había hecho nada para esclarecer el caso de Yldefonso. Luego, la contraloría emitió otro informe, esta vez sobre el nombramiento irregular de la procuradora general. Sobrevino el despido de esta y su reemplazo por Javier León Mancisidor, quien, a diferencia de ella, no tiene un proceso sancionador abierto. Han prescrito los delitos de falsedad ideológica, estafa y fraude procesal por los que fue juzgado. No importa que intentara robarle dos propiedades a Ramón Miranda Eyzaguirre para beneficiar a un narcotraficante, como ha sido públicamente documentado. No interesa que el Colegio de Abogados de Lima lo haya expulsado con un dictamen que avergonzaría a un granuja. Los estándares del servicio público peruano ahora funcionan al revés. El presidente Castillo, al margen de su actuación inconstitucional en el caso, agregó un argumento más para sustentar una vacancia por incapacidad moral. Ha cometido una infamia. En cuanto al ministro de Justicia, próximo a ser interpelado por el Congreso, es posible que tenga que decidir entre su cabeza y la de su flamante procurador.