(Ilustración: Rolando Pinillos)
(Ilustración: Rolando Pinillos)
Iván Alonso

En los últimos años Alek ha sido quien edita esta columna. No nos conocemos personalmente. Nuestro contacto ha sido nada más por teléfono o por correo electrónico. Siempre atento cuando una falla gramatical se nos colaba entre los dedos; siempre acertado en sus sugerencias cuando alguna parte del texto no estaba del todo clara. Qué envidia, ahora viajará a hacer una maestría en economía. Si de algo sirve, esto es lo que una vida de economista nos ha enseñado hasta ahora. O quizás, para ser sinceros, lo que hemos querido aprender.

Hay que tener fe en el mercado. Es el mercado el que desarrolla la economía de un país, no las políticas de desarrollo. Estas hacen honor a su nombre solamente cuando sirven para liberar al mercado, para hacer que funcione mejor. No es mucho más lo que los gobiernos y las agencias de desarrollo pueden hacer, una vez que se eliminan los controles de precios y los subsidios, se racionalizan los impuestos y se bajan los aranceles y las barreras de entrada a las distintas actividades y ocupaciones.

El mercado, después de todo, no es más que una metáfora. Es una manera de referirnos a la interacción de cientos o miles o millones de individuos. El Estado, en su faceta de director, planificador u orientador de una economía, también es una metáfora, solo que no tan efectiva. El mercado decide qué producir, con qué producir y para quién producir basándose en cuánto valora la gente las cosas, en cuánto está dispuesta a sacrificar (de su tiempo o de otras cosas) para conseguirlas. Esa información se revela naturalmente cuando la gente compra o deja de comprar un producto; cuando los fabricantes suben los precios para atraer hacia sí los recursos con los que satisfacer necesidades crecientes o los bajan y liberan esos recursos para que encuentren otras necesidades que satisfacer; cuando esos mismos fabricantes u otros que pretenden ocupar su lugar encuentran la manera de producir a menor costo y llegar a los consumidores con un precio más bajo.

Todos los fenómenos económicos se hacen más inteligibles cuando uno piensa en oferta y demanda, oferta y demanda, oferta y demanda. Los impulsos y motivaciones que están detrás no desaparecen ni siquiera cuando el Estado interfiere en el funcionamiento del mercado. El mercado se ajusta, aunque el resultado de ese ajuste no sea, por lo general, el más deseable. Aumentamos los beneficios para los trabajadores; pues los sueldos se ajustan hacia abajo para compensar porque no se puede trasladar el costo a los consumidores. Ponemos un tope a las tasas de interés; pues aparecen los prestamistas informales porque los bancos no pueden prestarles a ciertos clientes a tasas más bajas y esos clientes prefieren pagar más que quedarse sin crédito.

Tampoco desaparecen por el hecho de que nuestras instituciones sean imperfectas o, peor, corruptas. Los resultados siempre serán mejores en la medida en que dejemos al mercado hacer su trabajo. Somos un país con una justicia corrupta, pero con una economía que crece; podríamos ser un país con una justicia corrupta y una economía que no crece. Abandonar las políticas de mercado no arregla el problema institucional. Que hayamos triplicado el tamaño de esta economía en los últimos 25 años, a pesar de la debilidad de nuestras instituciones, es un testimonio de la efectividad de la libertad económica.