Ilustración: Giovanni Tazza
Ilustración: Giovanni Tazza
Carlos Meléndez

El último ministro de las Culturas, las Artes y el Patrimonio en Chile –así se denomina– duró un fin de semana. Mauricio Rojas es un intelectual chileno “converso”: militó en su juventud en el MIR y hoy es un renegado del socialismo. Como parte de su encono activista en contra de la izquierda que alguna vez lo cobijó, señaló hace un tiempo que el Museo de la Memoria y de los Derechos Humanos de Chile (MMDDHH) era un “montaje” que sirve “para que la gente no piense, para atontar… es una forma de crear un verdadero trauma”. Dichas declaraciones, parte de una entrevista en CNN en Español al lado del actual canciller chileno, Roberto Ampuero, otro “converso”, fueron rescatadas del olvido por “La Tercera”, lo que generó una ola de indignación que derivó en la renuncia al cargo recién estrenado.

La irritación social no terminó con la salida voluntaria de Rojas. El miércoles pasado –feriado nacional en el país sureño– más de diez mil chilenos abarrotaron la explanada de dicho museo en una muestra masiva de desagravio. ¿Por qué en Chile quien critica al MMDDHH es sancionado políticamente mientras que en el Perú las políticas de memoria siguen causando polémica? ¿Se trata solamente de una izquierda –en el caso chileno– lo suficientemente sólida que impone su posición en la opinión pública en tanto que en nuestro país padece de fragmentación y debilidad endémica?

A pesar de la existencia de voces críticas al MMDDHH, en Chile existe una historia oficial que goza de legitimidad social y política. La polarización que se formó entre los defensores de la dictadura de Pinochet y de su legado, por un lado; y sus víctimas y detractores, por el otro, no inhibió un proceso de articulación de políticas de memoria, respaldadas inclusive por sectores de derecha. La representación partidaria de esta agenda coadyuvó al éxito de estas políticas y a pesar de la debilidad creciente de la coalición de izquierda (Concertación, Nueva Mayoría y herederos), el posicionamiento del tema se ha mantenido consistente. La memoria en Chile goza de sólidos escuderos.

La complejidad de la historia peruana entre 1980 y el 2000 no ha ayudado a construir una narrativa de los hechos con la legitimidad social y política existente en nuestro vecino del sur. Paradójicamente, la tecnocracia de la memoria en el Perú no supo distanciarse del modelo del “Cono Sur” (Chile, Argentina, Uruguay, Brasil), que importaron acríticamente. Las diferencias con el caso peruano, sin embargo, son fundamentales. En primer lugar, en el Perú, las violaciones a los derechos humanos se cometieron bajo un régimen democrático (y no durante dictaduras militares). Luego, miembros de las fuerzas del orden –sobre todo la base de su estructura jerárquica–, pueden clasificar también como víctimas y no necesariamente como victimarios. Por ejemplo, ¿cuántos soldados rasos fueron incorporados a la lucha contrasubversiva contra su voluntad? ¿Acaso la leva no fue una práctica realizada hasta finales de la década de 1990? Cuando todas las víctimas se reconozcan en la memoria promovida desde el Estado, quizás tengamos más peruanos defendiendo la historia.